EL NIÑO QUE DIBUJABA EN LA PARED

Por: Ricardo Gil Otaiza

 

Ya desde niño el talento lo desbordaba; tanto así, que se daba a la tarea de dibujar muñequitos en la pared. El tiempo fue pasando y la pared le fue insuficiente, entonces cambió —paradoja de paradojas— a los cuadernos escolares. Me imagino la enorme renta que representaba para los Páez el tener que estar comprándole a Carlitos cuadernos para la escuela y a él sólo se le ocurría llenarlos con sus caricaturas. Ya crecidito, y como hubo de alcanzar su independencia en la edad de "merecer" (que se comprenda: merecer otros soportes para sus creaciones), dejó los cuadernos escolares y se dedicó a dibujar sobre servilletas.

Claro, la libertad de dibujar caricaturas en servilletas, fue un descubrimiento personal, que de seguro marcó el derrotero artístico de Carlos Páez Ortiz (ya no Carlitos), de allí que se le vea hoy en día, y con sus añitos a cuestas (aunque no lo creamos, porque muy bien los conserva), garabateando aquí y allá, en papelitos sueltos, en libretas Alpes de resortes (¿todavía llegan las Alpes?), en hojas, en agendas, en cartones, en pupitres, y hasta en la palma de la mano. Que conste, estos últimos destinos caricaturescos ni él mismo los reconoce; los reconocemos quienes sabemos de su talento, que es como un Alka Seltzer (siempre en efervescencia), escrutando la realidad, observando en silencio cómo se cae todo a pedazos y pasando por encima de aquello con una impavidez digna de un Sherlock Holmes redivivo (aunque a él le gustará más que sea digna de un Arthur Conan Doyle), mirando con ojos de quien parece no estar mirando nada, pero que nada se le escapa, con una seriedad agustiniana o uslariana, aunque no tome nada en serio (ni a él mismo: gran mérito, diría Monterroso), entrevistando a los grandes cacaos de la ciudad de Mérida, de otros lugares del país o del extranjero, con una pequeña grabadora que devora verdades y mentiras, sencillez y orgullo, humildad y pedantería: toda una complejidad, con el silencio cómplice de quien todo escucha y otorga, pero que muy dentro de sí reconoce como mera cotidianidad.

Tenemos la fortuna de tener en la ciudad de Mérida a este caraqueño desde hace más de cuarenta años, y disfrutamos de sus geniales ocurrencias (o impertinencias; dependiendo del cristal y de los humores de los receptores), desde hace veintiséis a través del diario Frontera (aunque trabajó con anterioridad en La Nación de San Cristóbal y en Vamos de El Vigía). En lo particular sus "Paezadas" es lo primero que reviso cada día, y en un instante me percato de la realidad, del acontecer de una región que ha tenido en Carlos Páez a un magnífico intérprete. No importa la estatura del personaje, ni su filiación política, ni los intereses que subyazcan: si Carlos Páez siente la necesidad de caerle a "Paezadas", lo hace sin empacho, y se queda impertérrito, como si nada. Lo importante es mostrar a través de trazos maestros y fino humor, un hecho importante, o una cadena de situaciones, dejando en la caricatura una reflexión que muchas veces nos conmueve e impulsa a la acción. Como en todo gran artista, aunque plasme en su día a día lo local y regional, en las caricaturas de Páez (en su humor), se percibe el hecho universal, de allí que su trabajo pueda ser disfrutado y valorado dentro y fuera de nuestras fronteras.

Si bien tiene Carlos Páez Ortiz en su haber importantes reconocimientos (premio Municipal de Periodismo de Opinión, la Orden Bicentenaria de la Universidad de Los Andes (ULA) y la Orden 16 de Septiembre, entre otras), creo que ha llegado el momento de que se le reconozca, como ya se ha hecho con otro grande de su ramo (Pedro León Zapata), con el Doctorado Honoris Causa en Arte de la ULA. Pienso que no debemos mirar muy lejos para hallar (y reconocer) el talento que brota como un manantial en nuestro propio patio. Aquí mismito.