GUSTAVO LUIS CARRERA
Nació en Cumaná, en 1933. Doctor en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Como escritor, ha desarrollado su obra principalmente en el campo de la narrativa. Igualmente ha cumplido una constante labor ensayística sobre temas de literatura, de tradiciones populares y de educación. Entre sus obras se encuentran: Cuentos (1992), Salomón (1994) y El signo secreto (1995). Fundador de las revistas Crítica Contemporánea y Caribana. En 1998 se incorporó como Individuo de Número en la Academia Venezolana de la Lengua. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela donde fue director-fundador del Instituto de Investigaciones Literarias. Ha sido rector de la Universidad Nacional Abierta. Director-fundador de la Fundación del libro (FUNDALIBRO) y creador del Sistema Nacional de Simposios de Docentes e Investigadores de la Literatura Venezolana. Ha visitado, como conferencista y en coloquios, diversas universidades del exterior y, en especial, de nuestro país. Obtuvo el Premio Municipal de Prosa con su novela Viaje inverso.

     
     

OBRA LITERARIA:

La palabra opuesta (1962), Almena de sal (1972) y La partida del Aurora (1980); Cuentos (1992), Salomón (1993) y El signo secreto (1995), novelas: Viaje inverso (1977) ofrece el perfil de la identidad personal y la del país; y las raíces del alma popular, respectivamente. Carrera también ha ejercido la crítica literaria, trabajo expresado en Imagen virtual (1984) y El signo secreto (1996). Fue co-fundador de la revista Crítica contemporánea .

 

 

 

ESTANCIA PRIMERA


Todo el mundo cree que es una gran cosa haber nacido donde y cuando nació, y no voy a caer en lo mismo; pero no serán muchos los que puedan decir, como yo, que nacieron en Cumaná un dos de junio de mil novecientos dieciséis. Mi mamá con¬taba que cuando yo vine al mundo la familia no era familia ni era nada, porque papá no se sabía dónde andaba y ella no trabajaba sino lavando ropa de la calle y haciendo conserva de coco y delicada de guayaba que yo salía a vender. «—Eso era una pobreza demasiada: sin comida no hay familia, contimás con cinco hijos y todo eso... La familia tuve que irla haciendo yo». Cuando ella hablaba de cinco hijos, se refería también a mis dos hermanos mayores, ya idos de la casa, a mi hermana Amaña, que estudiaba tercer grado y estaba aprendiendo a co¬ser, y a mi hermano Andrés, que salía a vender arepas a golpe de seis de la mañana, sobre todo en el Mercado, porque ahí era donde se despachaba más rápido: «Mi hermano, vas a venir conmigo; esta cesta la repartimos en dos; carga tú la más grande y re doy una arepa calladito entre nosotros». Yo estaba todavía muy chiquito, no pasaba de este alto, pero mi hermano sabía ponerme el anzuelo donde era: nunca me bastaba con lo que comía. Entonces me conseguía unos pedacitos de chicharrón en los puestos de carne de cochino... («—iMira, muchachito, tú como que vas a coger la mala costumbre de pedir todos los días!»; Tanta cuestión por un chicharroncito!, y eso que yo tenía el cuidado de ir a una venta distinta cada vez)... y los acompañaba con una de esas arepas olorosas, calienticas, así de este tamaño; y quedaba listo hasta que cayera otra cosa.

«—Mis hijos, coman hoy, que hay; que mañana quién sabe. La Providencia es muy grande, pero no se come». Y mamá repartía el pescado frito con mano de bodeguero. «—Dios no ve cuando premia, ni cuando castiga». Y diciendo esto, nos abrazaba a los tres; aunque yo sentía cómo me apretaba más duro a mí al pronunciar la última palabra. Porque de esta manera, hablando y trabajando, sin descansar la lengua ni las manos, como la recuerdo siempre. No se me olvida cuando su comadre viene y le dice un día, en el patio de la casa, mientras ella lavaba, protestando y diciendo cosas: «Comadre, la lengua es el castigo del cuerpo». Se queda mirándola mamá y vuelve a su ropa enjabonada: «Lo peligroso es tragársela, porque envenena. Lo que hay que hacer es soltarla, para que pique a otro y deje vivir». Recuerdo que ahí mismo Fui a verme la mía en el espejo. ¡Y después, maita, con los años, cuántas veces he tenido que darte la razón, llevando la vida en la punta de la lengua!

Pero no es esto lo que quería referirte. Al menos no en este momento. El velorio está avanzando y me toca contar mi primer cuento. Siempre es así en los velorios: todo el que pm va contando, uno y después otro, y te llega a ti otra vez turno y siguen los cuentos, porque siempre han sido así los. velorios.

[Te oigo hablar, Salomón, y la sola palabra velorio me conduce al vacío de una madrugada fría... Viene de muy lejos o siempre ha estado allí en el aire del propio aliento, te rodea, te envuelve y re conviene en tu sombra o se sienta a tu lado. Es el miedo, Salomón. El miedo que hace hablar y busca olvido. El miedo a la muerte. El único miedo a la única muerte que realmente nos pertenece.]

Como hermano del muerto, me corresponde estar pendiente, ver qué hay que hacer y quién ha venido. Bueno, no era cabalmente mi hermano, pero como si lo fuera. Amigos así, uno o dos en toda la vida. (Al final de su vida Basilio se sintió can indefenso: ¡Mi compadre, vengo a buscar su ayuda; usted es el único!) Siempre se dice lo mismo en estos casos: ¡no somos nada!, ¡qué poca cosa somos! Y no lo voy a decir yo esta noche; ...pero la verdad es que ¡no somos nada!

[Oigo la conversación de los amigos de Salomón y me siento como ante una gran familia que se preocupa por la vida cercana de uno de sus pobladores: «—Salomón se espantó de la muerte, después de verle la cara bien de cerca, como él dice, con ocasión del choque, cuando quedó cojo y durante unos días se puso como un viejito triste ahí en un rincón, sin poder caminar, sinpoder pescar, sin poder vender billetes; con decirte que ni un palito de ron se tomaba, ni lo veías sentarse a coger fresco bajo la mata de ponsigué...» «—Mira, Damaseno, esas son zoquetadas, a la muerte se le tiene miedo porque es la muerte y la muerte es legalmente la muerte en todas partes.» «—Pero es que Salmón dice que la muerte es otra muerte a causa de los hijos.» «—¿Cómo es eso?» «—Que cuando uno tiene hijos la muerte es otra cosa; y precisamente no hacía mucho que le había nacido su hijito...» Hasta que llega Salomón y pone orden en las especulaciones solidarias del diálogo en la playa. bajo los cocoteros del patio de Damaseno: «¿Y por qué no dejan más bien que yo se lo diga?». La cosa fue así: cuando siento aquel tremendo golpe y los vidrios que salen volando y la viejita que grita: «¡Dios mío, el chofer.. que se durmió!», y la pierna que no me responde y una cosa caliente que me mojaba la frente y el gentío que venía corriendo. «¡Se mataron!», decía todo el mundo; no pensé sino en el carajito y en lo que podría pasarle si yo le faltaba.]

Basilio y yo fuimos como hermanos y es lo que importa. Pero no sólo es morirse, así nada más, sino que sea como él murió y por qué. A todos nos llega en la vida el momento del paso a un lado. Si lo das, puedes salvarte de la marejada, dejándola pasar; o quedarte ahí parado para siempre, esperando en vano otra carga de agua que lleve adelante tu embarcación. Si no lo das, y te quedas en medio del paso, puedes ser tragado por el golpe de la ola, sin salvación; o ser impulsado con toda la fuerza de la vida, hacia donde quieres ir. Ya verás que Basilio tuvo ese momento. Como tuve yo el mío y como te llegará el tuyo. El todo es saber reconocerlo y no confundirse. Verás y me dirás si no es tal como te lo digo.

Ahí en el cuarto está Basilio, entre cuatro velas y las mujeres que lloran. (Su voz no cesa para mí: ¡Compadre, cuento con usted y con la verdad!). Aquí en el corredor hace fresco, la noche está serena, el mar quietecito bajo el menguante. Se siente el olor del jazmín. (¡Compadre, si pierdo esta pelea, me muero!)... ¡Y cómo no echar cuentos, si para eso no tengo más que empezar! Seguramente hay otros contadores aquí. Ya veremos. Pero son otra cosa. No tienen... ¿cómo decirte?... Bueno, lo que ha de verse no se porfía.

Y aquí entro a contar. Siéntate y óyeme.
¡Señores, pongan atención, para que escuchen y conozcan el Cuento del Perrito Tigrero!

Estos eran tres perros que salieron en campaña de cacería. Uno era lapero, otro era venaero y el otro era conejero, ¿no? Vienen ellos entonces y deciden salir a correr aventura. Cuando tenían ya dos días caminando, les salió un perrito chiquitico que les preguntó que para dónde iban, y ellos le dijeron que iban de cacería. Se les acercó el perrito y les preguntó: «¿Para dónde van ustedes?» Los tres perros le dijeron: «Vamos de cacería». «—Yo voy con ustedes». «— No, tú eres muy chiquito, tú no sirves para andar con nosotros»... Entonces llega él y dice: «Yo soy chiquito, pero soy cazador de tigres». «—Ah; si eres cazador de tigres, entonces sigue con nosotros»... ¡Imagínate, el perrito dijo que era tigrero!, ¡cómo no lo iban a aceptar! Llegaron a un sitio, hicieron su campamento. Al otro día, cuando amaneció, viene el perro conejero y dice: «Bueno, voy a buscar mi cacería»; y salió. Después de andar por ahí durante un rato, se apareció con cuatro conejos. Ese día comieron bien y los tres perros vieron que el más chiquito no tenía tamaño para lo que comía. Al siguiente día, le toca al perro lapero. Salió y trajo cuatro lapas. Así comieron bien sabroso; y la misma cosa: el chiquito no dejaba ni una greñita de carne. Al tercer día salió el perro venaero. Cumplió su trabajo y trajo un venao. Comieron bien completo, repartiendo todas las piezas, dándole al chiquito corno si fuera grande. Al cuarto día le toca al perrito más chiquito salir también a buscar su cacería. Y dice él: «Bueno, ya voy a traer un tigre ya». Y salió. Se metió en la montaña y viene y se encuentra con un señor tigre, que cuando lo vio, ¡bueno, pues!, dice él: «¡Esto no es conmigo! ¡Por aquí es que es!» Se espanta a correr y llega el tigre y se le empata atrás. Y ese perrito alante: «jai, jai, jai». Y ese tigre atrás, siguiéndolo. Coge rumbo al campamento, a donde están los compañeros. Cuando ellos sienten el latido, dicen: «Ahí trae el perrito el tigre». Y en eso pasa el perrito como una bala por el centro del campamento y les grita a los compañeros: «¡Cojan el pequeño, que yo voy siguiendo al grande!» Total que los tres perros mataron al tigre que lo venía siguiendo. Entonces él se regresó, y dice: «¡Caracha, qué animal para correr, no pude alcanzarlo; si no!»...

¡Y fuera de cuento! Ahora que entre otro a contar.

[Cazador siempre está viendo luz, Salomón. Luz que desaparece, luz que lo llama, luz que camina, luz que pestañea, luz que se desparrama. En la oscuridad del monte cualquier cosa que medio brilla con la luna es una luz que relampaguea o que avisa de algo que no se sabe. La noche oscura pide luz y el cazador la pone con su linterna o con su imaginación. La luz va en los ojos de quien la reclama, la luz es el miedo, la luz es la falta de compañía, la luz es el deseo del día..]

Pero ese no es el caso. Hay luces que uno no se explica. Y le entra a uno como una cosa mala en el cuerpo y entonces es
dor regresarse y no tentar la suerte... Oye esto que me pasó en Cantarrana y dime si todas esas palabras que tú sabes decir le encuentran explicación.

Esa vez yo había conseguido en Cantarrana una muchacha y, como es natural, visitaba mucho el sitio. Ahí me hice amigo de un tipo llamado Rafael. Un día yo le pregunto:

—Rafael, dime una cosa: ¿por aquí no se consigue conejo? El me dijo:

—Cará, Salomón, aquí hay bastante conejo.

—Entonces, yo voy a venir el sábado, a que tú me lleves por esos montes a echar una cazaita.

El sábado me le aparecí. Por ahí como a las cinco de la tarde: —Bueno, Rafael, yo vine preparado.

Me dijo:

—Está bien, esta noche salimos.

A golpe de nueve aparece él:

—Vamonós, que esta es la hora buena.

Llegué y le dije:

—Primero pasamos por la bodega.

Compré dos cuarticos de anís, pues se acostumbra llevar algo para el frío y eso; le di uno a él y yo llevé el otro. Salimos, entonces. El primer conejo lo tiré yo junto a la escuela de Camino Nuevo. Al poco rato tiré el segundo. Más adelante, en una casa que parecía corno abandonada ahí en el monte, vi un conejo sentado en todo lo que era la culata de la casa. Digo yo:

—Cónchale, Rafael, allá está un conejo; pero ahí hay una casa.

Me dice él:

—No; tíralo, que ahí no vive nadie.

Entonces le hago un tiro: ¡tapún! Y veo que el bicho no mueve. Digo:

—¡Carajo!, ¡no es posible que lo haya pelado!

Me dice bajito Rafael:

—¡Qué raro, Salomón, y no se quita de ahí! ¡Tíralo otra vez! Agarro y apunto bien, con cuidado. Y el conejo fijo ahí, sen-. tado como en su casa. Y le zumbo: ¡tapún!

—Ahora sí.

Pero nada. El bicho sentadito, sin moverse. Lo miro bien y veo como que pela los dientes, como riéndose, y sale corriendo. Digo yo:

—¿Qué es esto, Virgen del Valle? Esta vaina no me gusta; y hasta peló los dientes el bicho.

Rafael dijo que él no lo vio pelar los dientes; pero tampoco le había gustado el asunto.

—Salomón oh —dice él—, vamos a seguir más bien. Pero yo lo noté agitado. Viene Rafael y me dice:

—En esa casa había un hombre tuberculoso y se dio un tiro. Le contesto yo:

—Bueno; lo bien que hizo.

Y, tú sabes, evité hablar más de la cuestión.

Seguimos buscando conejos. Nos metimos en un punto que llaman los Tres Cementeritos, que es como una plazoleta grandota, con tres cementerios familiares. Ahí estuvimos registrando y no hicimos nada. Ya he muerto tres conejos, dos grandes y uno más chiquito. Es decir, dos; o tres, eran tres. Bueno, eso no importa. La cuestión es que seguimos. Cuando salimos de los Tres Cementeritos, encontramos un camino que cruza a la izquierda. Dice él:

—Vamos a coger por aquí.

Cuando caminamos como cosa de veinte metros, vienen y nos meten una luz. Encima de nosotros. Pero ya te digo, cerquita la luz. Yo apago la mía y enseguida alumbro y busco. Eso no era nada. Por ahí no había nadie. Porque yo creía que era otro cazador más que estaba en esa evolución. Entonces me Rafael:

—Salomón, ¿tú viste?

Le digo yo:

—Si, chico, ¿cómo no voy a ver?

En esto, de la carretera, que estaba distante de ahí, viene el ruido de un vehículo. Digo yo:

Esa luz es que durante la noche los carros meten el foco y lejos, eso es lo que nos ha alumbrado a nosotros. Y dice Rafael:

¡Qué va! Nosotros estamos muy lejísimo de la carretera, y estamos en un hueco; así que esa luz no puede ser del foco de un carro... Vamos a coger por aquí.

Y cogimos. Ya más o menos va a ser la una de la noche. Como él era el baquiano, me dejó venir atrás de él. Y lo que hizo fue sacarme para Cantarrana. Cuando hago así y veo, le digo: —Pero bueno, Rafael, si estamos en Cantarrana!

—¿Y qué querías tú, pues, que yo siguiera contigo por ahí por esos montes, después de la cuestión del conejo y de esa luz que nos echaron!

Llego a la casa y encuentro a la mujercita despierta.

—¿Qué hiciste, Salomón?

Le digo:

—Maté tres conejos...

Dos, es decir dos, fueron dos. O tres. Eso no importa.

—...Le di uno a Rafael y traje estos dos (o este otro; es lo mismo) para la casa.

Y entonces le digo yo:

—Ema, a nosotros nos pasó un asunto.

Me dice ella:

—Yo sé lo que les pasó a ustedes:

—;Cómo! ¿Que tú sabes lo que nos pasó a nosotros? ¿Qué nos pasó?

—¿Ustedes estuvieron alumbrando los Tres Cementeritos?

—Sí.

—¿Cogieron un caminito y cruzaron a la izquierda? —Sí.

—¿Cuando caminaron algo, les metieron una luz de repente; los alumbraron, pues, mejor dicho?

—Sí, eso nos pasó.

—Bueno, yo no te lo quise decir para que tú no fueras pediente a eso; pero a todos los cazadores que se meten en los Tres Cementeritos les ha sucedido lo mismo...

Me pregunta ella:

— ¿Y tú no te asustaste?

—No, quien se asustó fue Rafael, y entonces lo que hizo fue sacarme para acá para el pueblo.

—Ah, porque él sí sabe.

Yo me quedé pensando en todo aquel asunto; y eso que no quise contarle a Ema lo del conejo... Después Rafael no fue más nunca conmigo de cacería. Yo tampoco volví, pero era porque no conocía bien aquellos lugares. Además, esa cuestión de la luz. ¡Más vale no tentar!

[Si me sucediera algo así, Salomón, yo me tragaría mis palabras racionales, una a una, como píldoras apresuradas. No me quedada más remedio que dar entrada a la luz fantasmal en el reino del tacto y de la palabra cotidiana. Aunque siempre sería posible aferrarse a la tabla de la explicación científica, que tiene la inmensa ventaja de que cuando no existe, se puede afirmar seriamente y en tono universal que la lógica y la ciencia respaldan la presunción de que debe existir. Y toda la racionalidad se estrellará una y mil veces contra la misma pared: no hay luz posible en la oscuridad plena, ni siquiera en la noche asustadiza del cazador de monte; por generación propia no hay luces que andan, ni luces que encandilan, ni luces que huyen, ni luces que avisan; no hay magia en la luz, sino en la ansiedad... ¡Pero, Salomón, yo creo y vivo tu luz que salta y espanta, tu luz que te avisa, tu luz que te pertenece y que llevarás contigo por los siglos de los siglos!]

!Cuando uno cuenta cosas de su propia vida, ocurre que se brincan unas cosas y se olvidan otras. Unas esperan en su profundidad hasta que el recuento las saca a flote; otras parecen cegadas por oscuros y tenaces mantos de pudor y castigo. Las cosas vividas no son como la carga del río: esta agua viene antes que aquélla y la de allá va detrás de ésta; ni aquélla puede saltarse a ésta, ni ésta puede impedir a aquélla. Lo sucedido y sus habitantes siguen caminos oblicuos, no aceptan rigores de ordenamiento y prelación. Acuden lo preferido y lo circunstancial; lo temido y lo anhelado. Huyen tantas cosas, o retardan su turno, que nada está más distante que el dominio de la simple facultad de recordar... Y todo este grueso palabreo, Salómon, para llenar de hojas la pregunta que ahora busco: ¿por qué al hablar de cacería, de Santa Fe, de días no muy lejanos, no has hablado de Sara?]