Ednodio Quintero nació en 1947, en Las Mesitas (Trujillo), un "lugar agreste de la alta montaña" de los Andes venezolanos. A su infancia montañesa, le debe la costumbre algo triste de la soledad, el hábito voraz de la lectura salvadora y, tal vez también, la vinculación a un paisaje austero y alucinado que, casi sin pretenderlo, se ha convertido en registro y cadencia de su voz. Actualmente reside en Mérida, ciudad a la que llegó, en 1965 para estudiar Ingeniería Forestal. Es profesor de la Escuela Nacional de Medios Audiovisuales, de la Universidad de Los Andes, y uno de los narradores y ensayistas más destacados de la literatura venezolana contemporánea. Ednodio Quintero ha sido galardonado con algunos de los más importantes premios literarios de su país: Primer Premio de Cuentos de El Nacional, de Caracas (1975); Narrativa Breve del Instituto de Cooperación Iberoamericana por Soledades (1992 ); Narrativa del CONAC (Consejo Nacional de la Cultura) por La Danza del Jaguar, en 1992; "Miguel Otero Silva" de la Editorial Planeta por su novela El Rey de las Ratas, en 1994; “Francisco Herrera Luque” de la Editorial Grijalbo-Mondadori (1999) por El corazón ajeno.


REFERENCIAS:

http://www.noticiasliterarias.com/cultura
http://www.sololiteratura.com/quin/quinmiscelanea.htm

     

OBRA LITERARIA:

Un silencio de diez años separa sus tres primeros volúmenes de cuentos -La Muerte Viaja a Caballo (1974), Volveré con mis Perros (1975), El Agresor Cotidiano (1978) de la que podríamos llamar su narrativa actual. El propio Ednodio Quintero confiesa que es a partir de los cuarenta años cuando empieza realmente a sentirse escritor. Esta nueva etapa comienza con la publicación de los cuentos recogidos en La Línea de la Vida (1988) y culmina con su primera novela La danza del jaguar (1991). A estas obras siguen la novelas cortas La Bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994) y El cielo de Ixtab (1995) y los libros de cuentos Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Su última novela Lección de física aparece en este mismo año. Ha escrito también dos libros de ensayos: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997) y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975), Cubagua (1987). Confesiones de un perro muerto (Mondadori, 2004), El Arquero dormido y otros cuentos (Alfaguara, 2010)

 

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EL AGRESOR COTIDIANO


"El espejo reinventa cada mañana las lineas de mi rostro."
(Nota del cuaderno chino) Ensayé las más diversas maneras para librarme de su influencia: de nada valieron las frases de reproche, los conjuros, las protestas expresadas en voz alta; mis esfuerzos por anular la repulsión que me causaba el otro resultaron inútiles.

Un día de lluvia, al regreso de mi trabajo, me refugié en la silenciosa intimidad de un bar. Mientras saboreaba una cerveza fría me detuve a pensar en las circunstancias que me habían precipitado hacia el servilismo más escandaloso. El reconocimiento de que mi propia voluntad había actuado como un nudo corredizo paradoja de mi trampa: el enemigo cayó en ella sin ofrecer ninguna resistencia, le di oportunidad de crecer, le permití desarrollar aptitudes propias de su naturaleza, y ahora que su influencia tanto pesaba sobre mí, ahora que me dominaba por completo, debería convertirme en el más hábil simulador para destruirlo. Esta sola idea bastó para que un agresor se levantara desde el fondo de mis huesos y, a partir de ese instante, la venganza ocupó el lugar antes reservado a la fatalidad, a la esperanza.

Debería proceder con suma cautela, pues el enemigo conocía de memoria los más escondidos pasadizos de mi mente. Sin embargo, una ligera ventaja me animaba en mi propósito: la influencia del otro tenía límites precisos, las paredes de mi habitación. En principio, su poder se extendía hasta el pasillo adyacente, pero la puerta cerrada negaba esta posibilidad: incluso las miradas más profundas ceden ante lo desconocido.

Tuve cuidado de seleccionar un arma eficiente, veloz y silenciosa. Descarté de plano cualquier arma de fuego, pues el ruido inoportuno podría crear momentos de zozobra en los vecinos; y me niego a revelar las razones que me movieron a prescindir de una hermosa y tentadora cimitarra ofrecida a precio de regalo por un distraído anticuario. Opté por una pequeña hacha, mango de madera liviana y con el filo de una navaja de afeitar.

El día elegido me levanté a la hora acostumbrada, preparé café negro, y di algunas vueltas por el cuarto buscando un cuaderno imaginario. Mi conducta no debería dar lugar a ningún recelo. Me puse una corbata verde y, sin despedirme de mi enemigo, salí dando un portazo. Por su parte, él se portó de manera correcta: ni siquiera protestó mi descortesía o mi olvido. Al final de la escalera se abría la calle con su profusión de grises, sepias y lilas enmohecidos. Una nubecita vino a pararse en el hombro de un transeúnte. "Buena seña", me dije, y con pasos firmes de vengador me encaminé hacia la parada del autobús.

Trabajo, almuerzo, siesta, rostros desconocidos, se funden en la brevedad de un sueño.

Y así, los últimos resplandores de la tarde me sorprenden al pie de la escalera. La pequeña hacha, envuelta en una lámina de papel amarillo. abulta ligeramente bajo mi chaqueta; podría confundirse, por su aspecto exterior, con un pan gigantesco o con una botella de ron. Frente a la puerta dudo un instante, la llave gira y mi cuerpo se desliza en la penumbra de la habitación. Enciendo la luz y elagresor se hace visible; me mira de reojo y en su rostro puedo ver huellas de fatiga; sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, acechan mis pasos. Me coloco frente a mi mesa de trabajo, ocultando con mi cuerpo el envoltorio amarillo. Sonrío feliz al vislumbrar el breve instante que me separa de mi total liberación. Mi mano se cierra como un garfio, y un brillo delator recorre el filo del hacha. El primer golpe debo asestarlo en medio de la frente: la sorpresa del otro bastará para perderlo, y sus ojos, inundados en sangre, cesarán de maltratarme. De un salto me vuelvo con el hacha levantada arriba de mi hombro, y un segundo antes que la hoja de acero inicie la masacre, puedo ver al otro, parado frente a mí, piernas abiertas, el hacha levantada arriba de su hombro.

 

 

VENGANZA

Empezó con un ligero y tal vez accidental roce de dedos en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre. Cuando a ella se le notaron los síntomas de embarazo, el padre, enfurecido, gritó: —venganza! Buscó la escopeta, llamó a su hijo y se la entregó diciéndole: lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana. Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza pero sí la tristeza de nunca regresar.

 

 

TATUAJE

Cuando su prometido regresó del mar se casaron. El había aprendido el arte del tatuaje y alguna otra cosa. Dibujó con sumo cuidado —en el vientre de ella— un hermoso puñal. El hombre murió una tarde y ella pasó muchos días nadando en lágrimas. El otro comenzó a rondarla. Tanto insistió que al fin ella cedió. Nunca se supo cómo el hombre desnudo se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.

 

 

UN CABALLO AMARILLO

Si yo soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.

Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.

Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.

Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.

Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.

Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.

Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.