Contemplando
cometas
de intensos colores
verdes, rojos,
naranjas, y azules…
con sus largas colas
ondan retozando,
y entre  risas de fiesta,
se van alejando.
Con risueña ternura
muy emocionados
con el cordel dirigen
su estrella ambulante
Se pasan el tiempo
hasta que la brisa cesa,
recordando que es hora
de volver a casa
y un poco opuestas,
van descendiendo
una a una…
las lindas cometas
LA GATA DE MI ABUELA
Mi abuela
tenÃa una gata,
una gata tenÃa
mi abuela,
que dormÃa
y maullaba,
maullaba
y dormÃa.
Era una
gata pÃcara,
una pÃcara
gata era.
Cuando
mi abuela tejÃa…
el tejido
le destejÃa.
Mi abuela
le decÃa:
-¡ gata ¡… ¡ gata…¡
porque nombre
no le tenÃa,
no le tenÃa
nombre.
Cuando la
gata se aburrÃa,
en una silla
se enrollaba,
se enrollaba
en una silla
y allÃ…
se dormÃa
Mi abuela
querÃa a la gata,
la gata querÃa
a la abuela,
la gata
ronroneaba,
mientras
mi abuela…
tejÃa
Ella es testigo del acontecer diario. Es su costumbre. Luce despreocupada, llena de gracia. Sarita es una señora un poco especial, algo asà como una mujer pintoresca. De baja estatura y regordeta. Más parece a las muñecas rusas. Su cabeza es pequeña, rodeada de cabello castaño canoso, y su rostro tiene cierto aire suave, de paz. Â
Los brazos de Sarita siempre están entre abiertos como ramas apoyadas por las masas grasas, pareciera que los abre como para que descansen a cada lado del cuerpo. Y terminan en dedos suaves de largas uñas, fuego pasión.
Sarita, es coqueta. A sus 68 años se cree que es una chica. Mantiene con el correr de los tiempos los labios pequeños pero carnosos. Su rostro, siempre dibuja una sonrisa. Una sonrisa apacible, rojo carmesÃ. Las mejillas flácidas teñidas de rubor, sus párpados los lleva pintados de azul. Tal vez por la poca visión hace tiempo las cejas, al igual que su cuerpo, perdieron la lÃnea. Los ojos de color ámbar.
Se le percibe muy segura, glamorosa, ante el público, orgullosa de su maquillaje, convencida de los efectos embellecedores, o perfeccionadores de su insólito “atractivo fÃsico”. Para ello, pasa un largo rato en su casa ante el espejo. Es como una terapia que la antecede para echarse a la calle.
Su cuello es muy corto, desde allà descienden dos poderosas razones como de treinta centÃmetros de largo. Dos enormes tetas que se chorrean cuesta bajo. Cada una mirando para donde se le da la gana con tal de no verse la una a la otra, es decir, tienen una marcada enemistad. Hoy son colgajos, que ya no sirven de mucho. La tela de los sostenes hace tiempo venció la famosa ley de la gravedad; son como la manga que en el aeropuerto señala el rumbo del viento. La blusa de chiffon estampado, intenta disimular el ecuador de la señora, a la que el espejo la afirma coqueta. Lleva unos pantalones anchicortos a los que le doblaron un gran centimetraje para cogerle el dobladillo en unas tres largas puntadas. El color del hilo, eso no importa. Total pareciera que nadie lo nota. Y asà va llegando hasta echar a andar sus pies en las calles.
Todos los dÃas pasa las tardes junto a un animado grupo de contertulios. Sarita se siente buena moza. Todos la ven de arriba a abajo. Todos la ignoran.
Antes de que el sol se ponga detrás de las altas montañas, Sarita va de regreso, baja paso a paso la escalera que la lleva hasta lo que es su casa. Y va contando, cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete gradas.
Sarita da una ojeada al pequeño recinto que es su sala comedor. Muy cerca de la puerta cuelga desde el techo un lánguido y triste bombillo de luz amarilla, con pequeños puntos que han ido dejando las moscas. Al igual que una cortina de pliegues caprichosos, y grandes flores teñidas de azul, que enseña una gran mancha grasa de tanto tocarla siempre en el mismo lugar. Encima, adosada a la pared pende de un clavo y un trozo de pabilo una Cruz de palma bendita, encorvada por el tiempo.
Sarita sacude con sus manos los pensamientos y las boronas de pan, que han ido cayendo en los muslos y la entrepierna. Observa como al descuido uno que otro anillo barato entre sus dedos como si en ellos recordara alguna historia borrada. Pero no fue sino la sonoridad de la pulsera con pendientes de hojalata que sacudió en ella una extraña alarma como si unas campanas de iglesia le anunciaran algo que tenÃa que saber. Se levantó, apagó la tele, se fue a su habitación, la única, vio su cama como si fuera la última vez que la verÃa. Se miró en el espejo y comenzó a desvestirse poco a poco. Con un paño húmedo se quitó lo que las lágrimas habÃan dejado del maquillaje. Se quedó mirándose un largo rato desnuda, sin pintura, sin pulseras ni anillos. Y se fue quedando dormida.