Eliéser W. Ojeda M (Ewo, Montiel). Santa Cruz de Zulia (1948), Municipio Colón/Venezuela. Narrador, poeta y ensayista. Licenciado en Administración por la Universidad Central de Venezuela (UCV). Estudios de postgrado no concluidos de Lectura y Escritura en la Universidad de Los Andes (ULA). Docente jubilado del Liceo Bolivariano La Azulita y Ex funcionario de la Superintendencia de Bancos (SUDEBAN). Miembro activo de la Asociación de Escritores de Mérida.



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OBRA LITERARIA:

 

Obtuvo sus primeras publicaciones con el Centro de Estudios Poéticos de Madrid y los escritos Triste Final De Un Paraíso(poema) publicado en la antología “Aires de Libertad”(2004: p. 277), ISBN: 84-609-3376-8; micro relato Un Domingo En El Más Allápublicado en la recopilación “Palabras Indiscretas”(2008: p. 332), ISBN-13: 978-84-935735-6-0 ∕ ISBN-10: 84-935735-6-6;el poema Estío en la colección “Lo Que Pasa Entre Versos” (2015: p. 32), ISBN: 978-84-944065-0-8.

Su primera narrativa, El sacrilegio de los nietos(2013), ISBN 978-980-6679-29-0 se publica con el sello de la Asociación de Escritores de Mérida a través del Fondo Editorial Ramón Palomares. También, ese mismo año, publica su ensayo Una aproximación crítica a la temática poética, en la revista País de Papel (Nº 2. 2013), ISSN 2343-6247.

En diciembre 05 de 2016 la revista No. 5 de “Pensamiento al Margen” de España, versión electrónica, le publica el ensayo Una actitud crítica sobre la estética y la temática poética producto de un Call papers, texto este recogido con posterioridad por el Repositorio Institucional de La Universidad de Murcia/España. El 11 de junio del 2020 le fue otorgado el premio a la investigación Ana María Agüero Melniczuk 2020, junto a otros escritores por la editorial argentina, Limaclara Ediciones, de Buenos Aires.

Recientemente publicó con la Editorial Académica Española sus artículos y ensayos intitulado Estudios Críticos. Ensayos. Posee, además, una antología poética en prosa y verso, como también varios cuentos inéditos que esperan ver la luz muy pronto.

 

 

 

LA REPÚBLICA ENIGMÁTICA

Una galera temeraria desafía la bravura de un piélago inefable.

Los vientos peregrinos de la tarde silban un premonitorio descontento, nefasto de un Eolo enfurecido, que la arroja a una ínsula en el tiempo.

Habitantes enigmáticos de una flora exótica reprueban el encalle en una paz unívoca conseguida fuera de una realidad quimérica.

Los elfos otean el horizonte; las náyades mimadas por las aguas en ablución perenne santifican los cristales saltarines; los gnomos o genios de la Tierra protegen los veneros. Todos cuidan la isla de Platón. 


TRAS LOS PASOS DE ATILA O MERLÍN ECOLÓGICO

Una lluvia como lira arrulla la pradera. El círculo polícromo encaja en los crespos del follaje como cintillo de niña virgen.

El valle suspira la fragancia de una flora exótica, las aves saludan la mañana con trinos alegóricos de un edén oculto.

Las ninfas, moradoras de fuentes cristalinas, habitan nenúfares danzantes al arrullo de melíferos insectos y hadas mariposas.

Un castillo de leyenda asoma entre barbechos y algodones vaporosos matizados por un haz madrugador y peregrino.

En la angostura cabalga un hada misteriosa sobre un unicornio albo, vigilante unánime de una paz de tiempos añejos.

Criaturas fantásticas sobrevuelan oteando el nivel de Poseidón; una luna trasnochada gime la partida de Hécate.

En el bosque brumoso, Merlín trasunta las veredas galopadas por Atila en follajes de fábulas perdidas.

 

ANATEMA ABISMAL

La peregrinación de apamates
y la grama  que tapiza de hinojos el camino,
engalanan los  ojos místicos.

Entonces, la urticante soledad de náufrago
aleja sus días.

Un océano de encrespados arabescos
desmiente los sigilos de la tristeza.

Anatema abismal de la humana perfección.

 

 

 
 

CAVILANDO LA ESPERANZA

Entre ellos y la ciudad o lo que de esta quedaba la distancia era espantosa. Un leve, pero tenue y sombrío resplandor acompañado con una especie de morbosa nube, dejaba entrever algunas edificaciones todavía de pie.

Sus pequeños cuerpos, acomodados uno sobre el otro en actitud siamesa, se dejaban reposar encima de un agostado y corpulento trozo de árbol con la incertidumbre de sus cándidos y espantados rostros por la fatal e ineludible desunión de injertos ocasionales que, segregados, seguirían vidas divergentes.

Aquellos infantiles seres en pareja en medio de tan inmenso campo adherido de cadáveres, brillaban por su vestimenta cual diminutas estrellas opacadas en lejanía. Sus absortas miradas se bifurcaban teniendo como vértice sus pequeñas cabecitas mientras observaban un ‘horizonte distante’ y disímil futuro peregrino.

La batalla había sido cruenta, o, más bien, la sorpresa había caído del cielo cual gruesas y fatídicas gotas de maligna lluvia, dejando aquel espacio totalmente sembrado solo de despojos humanos como marco de oscurecidas y raídas lápidas del tiempo.

 

 

 
 

DESDE EL TÚNEL

En las baldosas irregulares de la amplia acera yacía el hombre, sin sangre, sin respiro; desnuda la vida.
El hombre del mantón oscuro caminaba impertérrito a pocos pasos, sin apuro.
Yo, observaba desde una ventana su impávido andar.  O, desde un túnel (?).

 

 

 
 

EN EL OCASO DE LA TARDE

La tarde ruborosa conmigo frente al mar se fue acercando más y más. Mientras el susurro de las palmeras al viento acompasaba su suave sonido de múltiples cuerdas con el batir de las olas, yo me extasiaba frente al espejo de aquella polícroma tarde, y mis pies acariciaban los enésimos granillos de arena haciéndome notar, a la vez, como si jugueteara o pudiera palpar la matizada turbación de aquel cielo con sus nubes sonrojadas.

Así, aquella perezosa tarde, con su penumbra irrevocable; me iba ocultando toda la realidad circundante. Y un haz de rayos, en su desesperado ocultamiento, se dejaba colar entre la claraboya de nubes rastrillando las ondulantes dunas de aquel abismo azul como temiendo su fatal desaparición.

Toda esa armonía de beldad ante mis ojos, se hacía más patente frente a la abrumadora y expectante esperanza de ver aparecer en el horizonte, aquella barca que traería mi ilusión, mi confianza; y la promesa cumplida de aquello que cambiaría mi vida para siempre.

De pronto, aquel vespertino anhelo evanescente, se fue transformando en una profunda sensación de ambigüedad que dislocaba toda mi quintaescencia de ser y de optimismo. Era como una vorágine de fallecimiento y renacimiento alternativo y una falta de definición de sexo, me sentía, en ese instante, un ser indeterminado: todo en mí era un equívoco aberrante.

Quizá ésto no precise enteramente el estado de mi ánimo; pero una actitud de vergüenza y pudor invadía toda mi naturaleza y mi incierta desnudez, aunado a una palpitante excitación de mi corazón como temiendo un nefasto desenlace, pues ante mí se había posado la figura de Freud para auscultar mis pensamientos y emociones percatándose de mi confusa propiedad, aumentando, así, mi impulsiva energía. Fue entonces cuando sentí unos suaves labios posarse sobre la resequedad de los míos rescatándome de aquella perversión de pesadez somnolienta.

 

 

 

 

EXQUISITA AMBIGÜEDAD

Un soplillo de matizada iridiscencia
como espectral aparición se eleva ante mí
alegrando mis pupilas,
tal vez lacerando mi conciencia;
magistral alegoría.

El  alma capta los prismáticos diamantes naturales,
gema misteriosa del humano medanal
de díscolas y divergentes figuras de sésamo o desgracia.

Al final veo mi (in)exactitud:
inefable, compañera negligente de otredad,
amiga (enemiga) de mis andanzas de ambigua alteridad,
ataques de ascesis de posibilidades del espíritu.

Enaltezco la humana ambigüedad,
el cromatismo benevolente de nuestro finito ser
que  permite ver la vida:
rosa, pasión, esperanza, amor.

 

 

 
 

GOTA DE AGUA

Fuente de bautismo en suspendida clorofila,
lágrima extraviada del Eterno.
Suspiro dolorido del humano,
origen del discurrir perenne de las cosas,
componente gravitacional del azulado iris
ausculta espacios imperfectos, miradas turbias.

 

LA LLUVIA

Integrante vertical de cristalinas cuerdas,
arpa gigante del Omnipotente,
Fuente de vida, arrebatadora de almas,
elemento corrosivo en deterioro.
Columbro de ilusión de alientos descarriados.
Ambigüedad de abundancia y escases.

 

 

 
 

PRIMAVERA REDIVIVA

Con mano trémula
recorrer las sinuosidades de su cuerpo,
su cabello,
su hálito, su boca.

Sentirla palpitar,
embriagarme en sus fragancias,
su desbocado corazón,
sus divinas angosturas.

Llegar al éxtasis, comunión, Dios,
Ella, pasión,
extraña otredad.

Tocar, delinear, expresar,
Abrazar, deletrear cada parte
Amada amándola
Piel de hoy de siempre.

 


 
 

UNA EXQUISITA DESNUDEZ DE RUBORES NATURALES

Me extasío al ver los coloridos tonos, ver cómo los matices ruborosos ondean el espacio en lienzos movedizos de algodones. Vuelan sonrojados, me saludan, y con una indeterminada sonrisa de tristeza devuelvo sus benévolas querencias. Extienden sus húmedas manos golpeando suavemente mi compungido rostro. Acaso comprenderán todo mi embeleso, no me visitan todo el tiempo. ¡Por casualidad!, me asisten ¿sólo a mí?, pero cuando lo hacen me mustian el alma, me subliman y me musitan al oído   alegrándome y alargándome la vida; me seducen como la mujer más bella…, y me elevan decantando toda mi razón: vienen a tener un diálogo conmigo, una diáfana e inteligible conversación de filigrana exquisita, de rocío y tiempo, de arco iris y espacio, de… vuelo y paraíso eterno, en fin… es toda una voluptuosidad de un desnudo natural que exacerba todo mi espíritu. Cuando la rubia melena besa el horizonte marino, un tapiz de alegóricas motas de iridiscencia perdida, descienden presurosas sobre el vasto y no reflexible líquido; mas se evanescen del inmenso tocador así como el verosímil y ligero retoque, y se desdibuja a la distancia la mágica paleta y el hechicero cerdamen del espectacular Artista.   

 
 

¡MÁGICOS, O FABULOSOS?

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Una vez, una linda viejecita presurosa que el tiempo no pudo lograr disminuir su andariego trajinar, se levantó con el bregado hábito de los años al son de cantos de gallos y pajaritos para ir al mercado. Era el día en que solía hacer las compras semanales para la casa.

De refinado porte y espigado talle, con facciones bondadosas que el ‘añejo calendario’ había conseguido refinar, dándole también mucha hilaridad que la hacían lucir, por demás, bulliciosa. Alegraba contagiando y se acoplaba con sus prendas de vistosas blusas y faldas de fino country, y que algunas veces su vivo buen gusto las hacía combinar con un exquisito sombrero de la misma moda.

Sus vivaces ojos de un intenso azul armonizaban con un rostro azogado y una delicada piel nívea.

Doña Flor, cuyo nombre campestre se ajustaba a su carácter, había aprendido el arte de leer las cartas desde su vida juvenil y sentía predilección por los hechizos benignos. Hacía invocaciones a sus hadas preferidas, pero algunas veces no obtenía respuestas. Algunas visiones se le presentaban sin atinar si era realidad o producto del cansancio de los abriles de su vista, o fruto de sus sueños peregrinos de su mágico cerebro.

Ese día, al levantarse, se sintió hechizadamente extraña y le pareció que volaba al caminar, «¡qué lindo!, esto fue lo que siempre quise», se dijo para sí. Sin embargo continuó desplazándose con dulce y seductora suavidad hasta el cuarto de baño.

Entonces, terminado su aseo matinal, se dirigió al traspatio donde le aguardaba su bien cuidado jardín de hermosas y exuberantes flores de matizados colores. Su acceso la conducía por un abovedado de madera cuadritejida con enredaderas de capullos y pimpollos multicolores, flanqueado de elevados maceteros que daban a la cintura para finalmente desembocar en un ‘asombroso’ vergel, adonde cada día con calmado y detenido paso espulgaba nigrománticamente toda su floricultura y de algunas yerbas ‘especiales’, eliminando una hoja seca por aquí y otra más allá; desyerbando y rociando candorosamente lo que para ella representaba su espacio vital.

Su modesta, pero bien vistosa casa de estructura colonial refaccionada, conservaba sus grandes ventanales con poyo –ahora reforzadas- así como en su zaguán; y atraía por su bien maquillada fachada de un tono durazno con un alto zócalo de un suave y fino pálido carmesí, y un pequeño y bien atendido jardín de liso y acolchado césped dividido por un corto porche cubierto de plantas trepadoras.

Atrayentes y minúsculos vitrales contrastaban y adornaban la división del entejado techo que se inclinaba hacia la calle. La agradable vivienda aún era ocupada por uno de sus menores hijos solterones que todavía la acompañaban.

─ Madrecita, ¿adónde vas tan temprano?
─ Siempre me preguntas lo mismo todos los viernes, sabes que hoy es día de mercado.
─ ¿Por qué no te haces acompañar de Renata?
─ ¿Por qué no me acompañas tú, hijo, en este día tan especial?
─ ¡Especial!, ¿qué tiene de especial?
─ Bueno hijo no lo sé, sólo es una de esas palabras sueltas que a veces se me salen…, en fin, ¿me acompañas o no?
─ Está bien mi viejita, aguarda a que me arregle.

─ Doble alegría para mí salir contigo, de brazo echado con mi único solterón, ahora verás como llueven las miradas sobre ti.

Así fue como aquella singular mañana, doña Flor, en ruta hacia la gran venta de mercadería pública, se consiguió particularmente estremecida de un peculiar goce lúdico.

─Buenos días doña Flor, ¡qué sorpresa la de su grata compañía!
─Buenas días Jacinta. Sí, saqué a pasear la última de mis joyas – luego le dijo en tono jocoso-. ¿Armando la trampa?
─ ¡Ajá!, la trampa con la carnada.
─¡Pero Juanita!, ¿qué huevos tan pequeños son éstos? —la vendedora tenía en su mostrador sólo una muestra de los más pequeños.

─ No, doña Flor. Acá me llegaron unos especiales, y son tan grandes que parecen de caimán o de avestruz –lo expresó de manera graciosa, y continuó, «pero son de ‘pica tierra’, y mire ¡qué gallinas!»

Y tomando uno de aquellos cartones se lo acercó para que lo observara muy de cerca, pues había notado que aún con lentes, a la distancia, no los apreciaba en su totalidad.

─ ¡Caramba, qué golilla ésta! ¿Qué te parece Franklin? ¿tú crees que deberíamos… Entonces, cuando esperaba la respuesta del hijo para tomar su decisión aun cuando en su interior la misma ya estaba tomada; una misteriosa sensación la obligó a levantar sus ojos para fijarse en aquella característica producción venida de no sé qué enigmática granja. Y cuando alzó su vista, las posturas de uno de aquellos envases le destellaron llamando su atención. Y sin dilación observó a la comerciante:

─ ¡No Juanita, éste no! y apuntando con el dedo índice, señalaba, «aquel que está allá arriba de primerito».

De vuelta a su vivienda que no quedaba muy distante de aquel inmenso expendio a cielo abierto, y luego de haberse proveído de otros víveres y verduras, en la bolsa-carrito, tirado por aquel célibe vástago se dejó sentir el tenue maullido de un felino como en lejanía. Así que ella obligó a detener la lenta marcha que llevaban, comunicando a su hijo:

─ ¿Oíste ese maullido, Franklin?
─ ¿Qué maullido mamá?, ¡yo no he oído nada!; pero es posible que así fuera, por acá hay muchas residencias…
─ ¡No, no hijo, no me entiendes!, acá en lo que traemos en…
─ ¡Pero viejita, qué cosas se te ocurren!, únicamente a ti se te da por escuchar cosas insólitas, ¡y acá, en la bolsa?, vamos, continuemos.

Luego de un rato y de tan inesperada parada, estaban de vuelta en su hogar adentrándose hasta la cocina donde un par de canarios flauta alegraban la mañana con sus trinos de armonizado gorjeo. Seguidamente, dando indicaciones a su servicio ordenaba, «Renata, saca estas cosas de acá, por favor, y deja los huevos allí sobre ese mesón; pero sin la sobre-tapa, hace mucho calor y una no sabe cuántos días tienen esos huevos».

La noche había caído, pero doña Flor nunca dejó de examinar desde muy cerca y a la lejanía aquellas voluminosas células; y en una de ellas le había parecido notar un movimiento, estrujando luego sus ojos y aseando sus gafas al instante…

Finalmente, la hora la obligó a caer en somnolencia y rendida de cansancio se fue hasta su lecho, no sin antes hacer memoria de lo vivido en ese día.

La mañana siguiente la sorprendió con un hermoso minino gris saliendo de uno de aquellos embrujados huevos con el cascarón sobre su cabecita, cual soldado agazapado que observaba dos huevos más delante de él, a un recién nacido pollito de color amarillo que picaba uno de sus ojitos sin percatarse de la posible amenaza tras de sí.

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TRISTE FINAL DE UN PARAÍSO


Madre pura. Eterna dicha que me diste
al lanzarme en este mundo.
Donde la lucha interminable me persigue
sin dejarme disfrutar del infinito.
Espacio abierto que nuestra tierra pisa
en su vagante errar eterno.
Mientras el humano, trabajando aprisa,
destroza su natura hechiza.
Mundo que volando aprisa
intenta deshacerse de lo humano,
dejando abierto un paraíso cierto
antes de que el civilizado mono
convierta todo en un desierto.
Quedando un globo triste
como refugio en la Vía Láctea
de piratas espaciales;
que azotando nebulosas infinitas
la vieja tierra la utilizan
en sus andanzas estelares.
Otrora fuente de una vida dicha
que dejó el humano abandonada
en su partida estelar a otra galaxia;
que lo cobije de la ruina de un planeta
que quedó frustrado,
porque esperaba más de los humanos
en sus cortas vidas de civilizados.

 

 

¡ALLÁ VIENE MI PADRE...!


Allá viene mi padre, viene del pueblo…,
trae embriagada el alma, embriagado el recuerdo.
De la viudez, ¡el guayabo le agobia!
¡Le ha dejado el alma sin flor sin corola!
Allá viene mi padre, viene del pueblo...,
¡allá viene cantando su tango en la sombra!:
"Soñé que volvías más bella que antes..."
Por el camino viene caminando a solas;
¡pero en cada traspié la pena le ahoga!
Allá viene mi padre, viene del pueblo...,
de un pueblo cualquiera del Orbe.
Se detiene en la vía mirando al cielo:
"Soñé que volvías pensando en mi amor..."
Y mira buscando luna que alumbre el embriagado suelo.
Allá viene mi padre, viene del pueblo…,
una lágrima suya rueda en la arena;
¡y una lágrima sola cae del cielo!
¡Allá viene mi padre...!

 


ENCALLAMIENTO



De tu cuerpo; ¡el océano me inunda...!;
de mi amor; la barca que lo arrastra y
lo encalla en la cesura de tus islas.
Y desciendo cómo náufrago, escalando y
embocándome ¡en tus crestas encarnadas!

Y diviso en la llanura, ¡de la hermosura!;
el sublime oasis como marca indeleble
que adorna tu desértica piel.
Y da paso, más allá, al encantado bosquecillo.
Que ocultando su cauce de la vida protege,
cual rosal regañón que aparta la mano intrusa
al querer despojarlo de su más preciada flor.

Así de ti, dos encarnados vigilantes de cónicos picos,
cual oteros, celan tu extendida pampa deprimida
al acecho, solo, de su príncipe encantado
que se encalle en el canal del amor.


 

¡DEMUÉSTREME USTED, SEÑORA!


¡Demuéstreme usted, señora!, que sigue presta al amor.
Que sigue presta a entregarse y a disfrutar del calor
en los brazos de algún hombre ¡que la estreche con furor!

Que la vuelva a su pasado cuando vibró de emoción
entregándose ¡con todo!, en su primera pasión.

¡Demuéstreme usted, señora!, que quiere sí, despertar,
las emociones dormidas que haya podido olvidar,
y que un tiempo pasado entregada a la locura
en la cama con su hombre las supo usted ¡desbordar!

¡Demuéstreme usted, seora!, que su libido aún encierra.
Un cúmulo de emociones latentes y adormecidas
esperando por un hombre ¡que la vuelva a sentir, hembra!

¡¡Demuéstreme usted, señora!!...

 

 

EN COPIOSO LLANTO


Vagar la corriente sentado veía:
silente, la masa fluía,
cual sentimiento de lágrima humana
como en soledad.

Desperdicios flotan que van a la mar:
cabizbajos y silentes cual viles pordioseros
miran la profundidad.

En copioso llanto la lluvia desliza
cuerdas afinadas de sonoridad.

Arrulla el ambiente ¡un arpa gigante!:
al dulce contacto con la inmensidad.

Con las mansas aguas; con la madre tierra;
con la suave flora…
Con todos los cuerpos que son bendecidos
por el lagrimeo de la Eternidad.

 

 

ETERNIDAD CON DIOS


Si yo pudiera devolver el tiempo
y saber que Dios lo permitiera:
al nacer de nuevo como un ave al viento,
desparramando alas como yo quisiera,
recorrería el mundo ¡todo el Universo!:
buscando a Dios en el espacio incierto.
Buscando a Dios en el espacio incierto
en el tiempo eterno de ese firmamento,
¡recorrería el mundo, todas las galaxias!,
como el cometa en su vagar eterno
que disminuye cuando el tiempo pasa.
Sin descansar en ese mar etéreo
me internaría en las profundidades,
ojeando todo en ese gran concierto
buscando a Dios ¡para volverme eterno!

 

 

ARREBOLES Y PENUMBRAS


Crepúsculo silente que cubre de ropaje
la tarde moribunda.

Velo displicente que se pavonea
ante el postigo abierto de la noche.

Zigzagueo arrebolado que retoza entre
el ocaso de la tarde movediza;
y se desvanece ante la penumbra
irrevocable que lo descorre para
asomarse irreverente con destellos fríos.

Sin temerle a la rubia melena,
opacada y esfumada, y obligada;
como huyendo presurosa ante la oscuridad
terrible que todo lo acosa.

Y con manto de penumbra cubre su cara,
y se levanta radiante y gracioso
con nombre de alborada.

 

 

TRISTEZA DE NOVILUNIO

En el luto nocturnal de la oscuridad profunda
con alfanjes destellantes de mantilla se cubre la noche,
y una luna que descansa en la cama del espacio
en su novilunio se reposa.

La mar evoca de su escarcha centinela
que cabalga por las noches su llanura,
la mantilla de alfanjes destellantes
que compiten con el brillo de las crestas de sus olas.

Con sus dunas de agua de selenio
como rizados crespos no luce la mar su cabellera,
pues le faltan los rayos del cristal
cuando irradia su lumbre de espejuelo.

Cuando el haz de sus rayos
como pestañas cierren para siempre su fulgor,
no verá su rostro reflejado;
y sus crestas apretadas en la playa como párpados,
exprimirán en novilunio sus olas con dolor.

 

 

    DESDOBLAMIENTO

Arróbame la noche en éxtasis profundo:
bajo el Universo me arrodillo.

Su sima no me aterra:
como no lo ha la muerte
que a otra profundidad me lleva.

Lo físico: a la sima de la tierra;
lo efluvio: al éter infinito;
adonde medran mentes exquisitas
llevando su energía, pura, decantada
a ignotas galaxias depuradas.

Mientras la materia: a la tierra, reciclada,
alimenta vidas retrasadas.

Sublimes mentes no se pierden,
al espacio vuelan, de la cripta salen.
Vuelan olvidando su vida pasada:
algunos permanecen cuidando la morada.

 

 

CUENTO
UN DOMINGO EN EL MÁS ALLÁ

Había llegado el fin de semana, y mis padres se dirigían ese día viernes a un poblado ubicado en la parte llana lejos de la ciudad de enhiestas montañas, a unas tres horas y media en vehículo a un Estado contiguo.

El día anterior al viaje insistieron en que les acompañara; pero yo era un chico, como muchos otros, que al llegar a una cierta edad ya no queremos salir con nuestros padres y deseamos mostrar nuestra independencia y autosuficiencia de hombrecitos en crecimiento. Ésta era, pues, mi primera oportunidad de dos días en soledad y a la Ley del chivo, en la residencia adonde se ubicaba nuestro apartamento luego que recibiera las instrucciones pertinentes de cómo debía conducirme y de las precauciones que debería tener en atención a mi resguardo personal. Mis padres sólo se hacían acompañar de mis dos pequeñas hermanas.

Ese día sábado preludio de acontecimientos que estaban por suceder en mi vida en las siguientes veinticuatro horas, significó un día normal y nada hacía suponer que se desarrollaría de forma diferente. De hecho, luego de tomar mi desayuno un poco fuera de la hora acostumbrada descendí de mi habitación, situada en uno de los pisos superiores de aquellos edificios que componían a la pequeña urbanización compuesta de cinco bloques de tres pisos cada una.

Después de transcurrida la mañana y buena parte de la tarde en compañía de muchachos de mi misma edad, y ya cuando mi estómago comenzó a protestar, decidí subir en busca de alimento que calmara mi agitado vientre. Llegado arriba, me decidí por lo más fácil que tiene la cocina: la pasta. Así que, en media hora, me encontraba apaciguando la necesidad de alimento sobre la cama de mi cuarto observando la “tele”.

Luego del acto de consumo me incorporé para dirigirme al fregadero a fin de asear los utensilios poniendo a buen resguardo el resto de la pasta, cubriéndola, y observando que no había preparado sólo para un día. Después me encaminé hasta la alcoba para continuar viendo mi programación preferida quedándome dormido, cuando desperté ya la noche había caído y escuchaba el llamado de mis compañeros incitándome a que bajara y me hiciera presenta, como de costumbre.

Las chicas y chicos solíamos reunirnos frente a un abasto ubicado dentro de la residencia donde pasábamos buena parte de la noche entre chistes, y fumando uno que otro cigarrillo a escondidas de nuestros padres; pero ese no era mi caso. Sin embargo, debía hacerlo a hurtadillas para evitar “las malas lenguas” y las posteriores reprimendas de los míos.

En otras oportunidades nos agrupábamos en derredor de un fogón situado en la parte posterior de una de aquellas pequeñas edificaciones, adyacente a una cancha de básquet de dicho conjunto y de la cual nos ocupábamos de mantener siempre a oscuras, pues ello facilitaba realizar ciertas acciones prohibidas y pecaminosas: aunque se dificultaba escapar a la vigilancia de nuestros progenitores, ya que en ciertas y variadas ocasiones algunos de ellos solían invadir nuestra “privacidad” con furtivas e inesperadas visitas.

Así ocurrió una de tantas noches de aquellas en que, triste y solitario, melancólico y desconsolado y disgustado con mis padres; hube de refugiarme en nuestro común y especial santuario con mi pesadumbre a cuesta y a quienes hice pasar algunas horas de angustia y malos ratos, por cuanto no podían dar con mi paradero a no ser por la denuncia de algunos de mis compañeros: la oscuridad era total en aquella parte de las residencias. Ahí me hallaron, ahí estaba yo, todo compungido y pesaroso con la aflicción pasajera de nuestro crecimiento y el poco dominio de la emotividad juvenil.

Las noches de esos días viernes y sábado tuve la plena libertad de acostarme más allá de la hora normalmente acostumbrada y sin la presión de mis padres. Era una libertad finita y me sentía con pleno derecho de su disfrute hasta que mi cuerpo pedía reposo más allá de la media noche, y mis amigos comenzaban a abandonar el grupo.

Al día siguiente de la noche del sábado y ya bien entrada la mañana, mi cuerpo se despertó cuando lo creyó conveniente y cuando ya la falta de alimento hacía bufar mis entrañas. Me levanté y dirigí al baño para realizar mi aseo personal, y, acto seguido me encaminé a la cocina a fin de energizar mi cuerpo. Todo transcurría sin alteración alguna entre una paz odiosa, perturbable y transmutable y que tenía su propia contradicción; pero que terminaría con mi finita soledad…

Entonces tomé la escoba y la palita que estaban detrás de la puerta que daba acceso al lavadero y así poder asear el área de la cocina, depositando luego la basura en su cesto para entonces dirigirme a mi aposento. Lo aseé; tendí mi cama; y al dirigirme con los aperos de limpieza en una mano y en la otra la mugre y pasar frente al retrete, percibí una fuerte mezcla de olores con aroma de flores, licor y tabaco. Sin embargo, a pesar del hecho de que ello llamara mi atención continué la marcha hasta dejar los instrumentos en su lugar, en la cocina, a la que repasé rápidamente con la vista para luego concluir arrojando los desechos por el bajante del edificio.

De regreso a mi cuarto me detuve frente a la ducha; abrí la puerta: el olor era ¡pestilente!, mas, todo se encontraba en orden siguiendo entonces de largo y adentrándome a la habitación que se ubicaba solo a pasos de aquel, y sin tener la menor sospecha de lo que allí me esperaba: al parecer toda escoba tiene su historia; pero…, ¡la de mi madre?, ¡no lo podía creer!, o, más apropiadamente, ¡la de mi casa?: creería que alguien la tomaba prestada y, ¡en pleno día? Entonces me preguntaba ¡por qué, a mí? Era incrédulo lo que observaba en ese instante: ¡la escoba en mi cuarto? Esto no me comenzaba a gustar, pero a pesar de mi corta edad no me sentía perturbado de ninguna forma. Así que la tomé de nuevo para llevarla a su sitio adonde realmente pertenecía; pero al entrar a la cocina mi capacidad de asombro se vio desbordada, tanto como la pasta cocinada el día anterior la cual se encontraba esparcida a todo lo largo del piso de aquella así como su continente, y, ¡sin ningún ruido! No obstante me dediqué a la limpieza de todo aquello para luego arrinconar el escobón: ¡todo mi almuerzo de ese día se había ido!

Al salir del fogón dejándolo inmaculado y tomar el pasillo de mi dormitorio, pude observar el resplandor de una luz que provenía de aquel: esta vez el susto sí aceleró los latidos de mi corazón, y al traspasar el dintel de la puerta, ¡¡candela!! ¡Oh!, ¡por Dios!, ¡¡se quema mi cama, qué es esto Señor!! Y entre apuros y sobresaltos pude sofocar aquel conato de incendio venido del más allá (!) Y yo me preguntaba en mi desesperación y desconcierto la ocurrencia de tales fenómenos. Solo atinaba a achacárselos al fallecimiento por esos días de una vecina en el piso inferior de aquel edificio. Pero no bien  hube terminado de neutralizar aquella tentativa de fuego, cuando mis oídos se hicieron eco de unos extraños gemidos en el cuarto de mis padres; pero al acudir para averiguar lo que sucedía, mi inquietud no tuvo respuesta al quedar el recinto en un sepulcral silencio.

Después de un corto reposo y sentado a la orilla de mi cama cavilando sobre los eventos que me mantenían en una constante expectativa, sin dar cabida a un razonamiento lógico sobre el origen de acontecimientos tan crípticos y, por tanto, de aquella intentona de combustión espontánea venida de no sé qué parte del averno, me incorporé ─ahora sí, algo tembloroso y temeroso─ firmemente decidido a salir de mi residencia; mas, ¡oh!, ¡¡espanto!! Al erguirme del lecho y quedar frente al pasillo que da a la sala de recibo, ¿qué era lo que veían mis ojos, allá, a la distancia?, ¡oh, Santísimo!, ¡¡hasta cuándo!!: el vidrio redondo de la mesa del comedor, grueso, de 12 líneas y dos y medio metros de diámetro hacía malabares de perfecto equilibrio en aquella mesa, totalmente inclinado y detenido sobre su borde.

De modo que sin esperar y lejos de quedarme petrificado por aquella enigmática armonía de estabilización de aquel gigantesco ojo cristalino que, al parecer, se declinó para escrutarme a la distancia; me abalancé lo más rápido que las piernas me permitieron para llegar hasta él y lograr estabilizar, en su original sitio de reposo, aquel iris encantado.

Pero había más todavía: todos los textos de la biblioteca se encontraban esparcidos por aquella sala de recibo, y volteado todos sus muebles. Y todo ello me ocurrió sin ningún ruido ni jaleo que me hubiese podido alertar.

Así finalizó aquella mi finita libertad llegada a mí por azar en que mis padres se ausentaron del hogar. Fue una corta independencia que, lejos de atemorizar mi espíritu de adolescente, templó mi alma para las cosas del mas allá…

Fin