Nació en Bailadores, Venezuela (17 de nov. 1968). Licenciado en Letras mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana (1996) en la ULA. Participó en el programa de intercambio AFS en Jamaica en 1986-87. Fue Preparador de Fonética y Fonología del Español (ULA) y ejerció como Asistente y Lector de Español en el Lycée Descartes (1996-97) y en la Universidad François Rabelais de Tours (Francia) (1997-1999). Tiene una “Maîtrise d’Espagnol” en la Universidad François Rabelais de Tours (1997) y un DEA (Diplôme d’Études Approfondies) en Lenguas y Literaturas Nacionales y Comparadas Francesas en la misma universidad (1999). Realizó estudios de doctorado en la Universidad Niza Sophia Antipolis sobre la obra de Jules Verne (2013). En su tesis realiza un estudio lexicométrico de la obra del autor francés a la par de explorar todo nexo posible con las sociedades secretas, muy especialmente la Francmasonería.

Fue Profesor Titular de Francés en la Universidad de Los Andes (ULA, en Mérida, Venezuela), profesor en las Alianzas francesas de Mérida,Venezuela y de Monterrey, Nuevo León, México. Actualmente es Lecturer de Español y Francés en la Washburn University en Topeka, Kansas, Estados Unidos. Ha ganado varios premios y menciones en concursos literarios en Venezuela.



CONTACTO:
jgregorioparada@gmail.com

REFERENCIAS

Academia.edu

   



OBRA LITERARIA:

Sus primeros poemas aparecieron en la revista ARTELETRA que publicaron sus compañeros de estudio en la universidad. Ganó una mención de honor con el cuento “De como un franciscano encontró las llaves del paraíso”, publicado en Antología con los ganadores del 7mo. Concurso de Cuento. Ensayo y Poesía 1995 de la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Universidad de los Andes. La Dirección de Cultura y Extensión de la Universidad de los Andes le publica luego, en 1996, un poemario titulado Entre amores, secretos y deslices, perteneciente a la Colección Luna Nueva. Queriendo mostrar las virtudes de su lar nativo, publica en el 2001 Imágenes de Bailadores., Imp. de Mérida., un libro pleno de fotografías e información sobre este destino turístico del Estado Mérida. Bailadores entre Misterio y Espantos (Libro de relatos) fue editado por la Asociación de Profesores de la ULA y el Instituto Municipal de la Cultura de Bailadores (Mérida, mayo del 2005). Una mirada al mundo religioso de Julio Verne (Edic. Alcaldía de Girardot, Maracay, 2006) es un ensayo en el que el autor intenta poner de manifiesto la relación entre el escritor francés y ciertas sociedades secretas de su época. Estampas del Bailadores de antaño es un libro de anécdotas sobre Bailadores. El pueblo de La Vera Cruz es una colección de cuentos, publicada por la APULA (Mérida, 2007). Su novela Memorias de un refugiado mereció el 1er. Lugar compartido en el concurso Antonio Márquez Salas de Narrativa de la Asociación de Escritores del Estado Mérida (2007). Varios de sus libros han sido reeditados en Amazon donde también fueron publicados los siguientes títulos: Jules Verne, menos ficción más humanidad (Biografía); Jules Verne y la Francmasonería (Ensayo); Dos ensayos sobre el Julio Verne esotérico; Se acercan las elecciones (Teatro, edición bilingüe francés/español); Tirada en la cama (poemario); Otros textos suyos aparecen también en la II y III Antología de Narrativa de la Asociación de Escritores de Mérida. Mérida, 2006, en la Antología poética “Con otra voz”, de la Latin Heritage Foundation; en la Antología poética: “Voces Meridianas, voces merideñas” y en “Mínima-expresión” publicada por la Fundación para la Cultura Urbana. Muchos de sus textos siguen aún inéditos.

 

 

 

Libros del autor

Disponibles en Amazon.com

 

 

"Encuentros con la muerte"

(Mérida, FUNDECEM, 2015)

 

El pueblo del Mucuño


(Cuento del libro Encuentros con la muerte, ganador del primer lugar del Premio Nacional Oswaldo Trejo en Narrativa, de la Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida (FUNDECEM) 2014).
Ya no recuerdo cuando vine a establecerme en esta ciudad. Era más bien un pueblo. No tenía más de una docena de calles cortadas por seis avenidas orientadas de Norte a Sur. Las cuadrículas resu ltantes estaban ocupadas por casas vetustas de herencia española, con consagrados techos rojos, paredes de barro cubiertas con cal para borrar algo las huellas del tiempo. El piso de ladrillo cuando no son grandes los apuros del bolsillo. Para los más menesterosos la tierra pisada basta. Después de franquear la puerta, un pasillo conduce hasta la imagen del Sagrado Corazón donde una puerta de vaivén marca la entrada al templo hogareño después de acabar de traspasar el largo trayecto del llamado zaguán. La sala, más bien estrecha, es una suerte de museo familiar. Retratos, cuadros de antaño, colgandejos, matas de zábila amarradas con un cordón rojo, un afiche de Su Santidad, porcelanas o figuras de barro, muebles según las posibilidades, la sagrada Biblia abierta en una página perdida del Nuevo Testamento. El zaguán sigue estirándose para llevarnos a las habitaciones que no visitamos por pudor pero que muy seguramente guardarán los secretos de la casa. Algún baúl con legajos importantes, escrituras que nadie entiende pero capitales para transmitir la herencia. Lágrimas, sueños y tal vez, muchas pasiones acompañadas de plegarias y señales de cruz… Más adelante otras habitaciones, algunas vacías, “la del abuelo que se murió hace veinte años” o “la del tío que se colgó de un mecate”, condenadas por el olvido y una hebra de alambre retorcida cien veces para vetarla a los curiosos, repletas de polvo desde quien sabe cuándo. Puede que luego venga la cocina con sus delicados aromas y el humo que hace llorar y que envejece el techo y lo vuelve prieto hasta el cansancio. Es cierto que en este lugar nadie mira hacia arriba, todos bendicen las ollas y los buenos aliños de la matrona. Al fin se libera la vista en el patio de atrás repleto de naranjos y duraznos un tanto agrios.
A una casa de éstas, cerca del Cementerio del Espejo, vine a fijar mi residencia pensando en mejores tiempos para mi vida, buscando la oportunidad que todos merecemos cuando el olvido quiere adueñarse de nosotros. No habían llegado los carros ni la luz eléctrica ni el teléfono ni ninguna zoqueteada de esas que volvieron perezosos a los hombres. Por esos días el trabajo era duro y la gente pasaba muchas necesidades.
A mi llegada me impresionó ver tantas carretas y caballos que levantaban el polvo del camino que unía la ciudad con poblados vecinos. Fue como estar flotando en medio de tanta novedad, de tantas casas juntas, de tantos productos traídos de lejos, mujeres bien vestidas, seminaristas en filas y soldados disciplinados.
La casa que ocupé pertenecía a un viejo pariente ya fallecido. De la servidumbre sólo había quedado una anciana, encorvada de sólo lo vieja y que no cesaba de repetirme que me parecía de don Eulogio, su antiguo patrón y tío abuelo de este servidor, el mismo que yo adjetivaba de pariente lejano.
Dar con la casa de don Eulogio no me costó mucho trabajo. “Es la única pegada al cementerio, al final de la calle de los acostados”. Era la más descuidada. El techo amenazaba con venirse abajo, las paredes habían dejado la típica palidez de las casas andinas para entregarse al abandono e implorar por un poco de cal pero la transparente figura de ‘ña Ramona no tenía un ápice de aliento para coger una brocha y darle color al armatoste que apenas podía llamarse casa. La aldaba sonó mil veces y nadie se acercó a brindarme paso. Las dos hojas de la puerta se mantenían cerradas gracias a dos argollas amarradas con unas finas hebras de alambre que alguien había dispuesto como para esposarlas y librar así a la casa de visitas indeseadas. Empujé como pude y me colé. A vuelo de pájaro recorrí los aposentos para descubrir que el olvido era el rey de la casa. No dejé de anunciar mi presencia para evitar perros rabiosos soltados con desdén por algún ocupante, si es que había alguno. Fue en el patio, al pie de un árbol de aguacate repleto del fruto que nadie comería que se apareció ‘ña Ramona. No supe de dónde había salido porque sus arrugas acusaban una débil sombra que apenas podía moverse. Pude entender el descuido de lo que en un tiempo debió de ser una casa decente y acogedora. Para qué abría la boca si ella se encargó de hablar por mí.
— ¡Ave María! Si vusté es la cagada del difunto Eulogio que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Ya hace una chorrera de años que se fue. Mírelo no más, larguirucho y transparente como el señor. Eso lo traen por raza, como si jueran de otros mundos. Fíjese que cuando entraba a la sala, don Eulogio se daba unos totazos en la cabeza porque se olvidaba de los zancos que tenía como piernas. Vusté ha de ser el Señorito Melanio, el mismo que cuando niño se lo vivía encaramado en los chirimoyos que crecen por esos lados del Mucuño. ¡Tan bonito que se le ve ese diente de oro!
Apenas mencionó el lugar innombrable en mi familia una tos forzada salió de mi garganta para ponerle freno a sus palabras o corregir de algún modo su equívoco. Yo no vivía en El Mucuño, yo no había crecido en El Mucuño. En todo caso no tenía recuerdos de ese pueblo. ¿Cómo habría de serlo si la naturaleza se había encargado de rayarlo del mapa de los hombres después de que la peste pasó un borrador por las vidas de sus habitantes? Y de esto ya habían transcurrido tres siglos según la cuenta de los historiadores. ‘Ña Ramona confunde el origen con el nacimiento, vocablos distantes cuando se les mira con lupa.
Parece que en algún punto de las alturas andinas desde esta ciudad que huele a incienso, mirando siempre hacia el Sur, se encuentra El Mucuño o lo que de él pueda quedar.
Primero un pueblo de indios, luego uno de misiones con algunos indios, finalmente pueblo de blancos y larguiruchos españoles que con el correr del tiempo se transformaron en criollos por haber nacido lejos del terruño que el destino les habría reservado de no haberse descubierto esta geografía en los días que terminaba la Reconquista.
De los indios sólo guardó el nombre porque sus macanas pronto sucumbieron ante el poder del mosquete. Y fue creciendo entre el rocío mañanero y la neblina de la tarde, entre el escaso sudor del frío paramero y el tiple del jolgorio, entre la hostia sagrada y los pecados comunes, entre lágrimas y alegrías, como cualquier pueblo perdido entre las montañas. Cinco o seis jornadas lo separaban del caserío de San José, también perdido para la civilización en la espesura de la selva nublada. Después venían riscos y valles en sucesiones interminables.
Cuando a la puerta de una humilde casa tocó la Muerte nadie sospechaba que la Señora venía a instalarse por varias semanas en El Mucuño. Tenía la tarea de tocar a cada entrada para que los ocupantes la acompañaran en procesión al más allá.
Los vivos empezaron a enterrar a los muertos. Luego los muertos empezaron a enterrar a los vivos y ya no quedó nadie. Al menos eso dijeron los que de allá llegaron a San José y los que siguieron devorando distancias para alejarse de la Señora a la que los años llamarían Peste o la que las jerarquías del clero bautizaron como “castigo divino”.
Supongo que quedó en el olvido, que sus almas empezaron a vagar hasta disiparse entre las brumas. Tal vez los patios y las casas fueron invadidos por la maleza y la madera por la polilla. Tal vez los roedores y las culebras, vigilados por cruces y figuras de santos que resistieron el olvido, se han mudado a las salas abandonadas. Con seguridad los techos se habrán desplomado y las vigas habrán cedido.
Todo esto es historia, es pasado, es un libro ya leído y como tal ha de quedar, cerrado.
Así lo creí durante cincuenta años, tal vez más o tal vez menos, nunca llevé la cuenta ni arranqué las hojas del calendario. Hubo de ser así porque en tantos años ‘ña Ramona, o lo que quedaba de ella, había terminado de encorvarse y parecía una bola de cabellos blancos a punto de esfumarse. Me exhortó a emprender una cruzada en busca de mis orígenes, de los que me antecedieron, de los que me trajeron a este mundo, los que según tradición familiar habían trajinado alguna vez por las callejuelas del Mucuño.
—Vaya, Señorito, a ver. Puede que a la muerte se le haya escapado alguno y las cosas para ése y los suyos hayan seguido como si nada. Puede que continúen con sus andanzas, las mismas de antes y que vusté reconozca en sus rostros algún aire familiar. Al menos vusté puede darse ese lujo, yo en cambio estoy sola y seguiré sola como si estuviera en pena en esta casa que siempre me quedó grande.
En la casa, entre el polvo y las horas que nunca transcurrían porque el mecanismo del reloj de la sala estaba trabado, empecé a considerar una visita al, para mí, desaparecido pueblo. Entre tanto, el plan se fue afinando con apoyo de un vecino, todo un espíritu emprendedor sin rival.
Cuando la ciudad ya estaba atestada de carros y ruidos, emprendimos el viaje hacia El Mucuño. Nos valimos de informaciones extraídas de archivos históricos, de viejas bibliotecas repletas de polvo y cuyos libros hablaban con tan sólo mirarlos porque el secreto de las páginas de un libro cerrado es entrar ellas en silencio y devorarlas sin profanarlas lo que equivale a decir que anhelar un libro es entrar en él y comprender su esencia tal vez en la extraña paradoja de no leerlo.
El vecino había soñado con ser arqueólogo. También en sueños había participado en grandes hallazgos. A su antojo se divertía cambiando los roles de su aventura. A veces era Lord Carnarvon, otras veces Tutankamón. Cuando no, se alejaba en el tiempo porque decía que su alma era vieja, revestida con ropaje nuevo que poco duraba.
El Mucuño no figuraba en ningún mapa pero los indicios permitían situarlo entre tal y tal punto, entre la confluencia de un punto X y uno Y, más allá de San José, siempre hacia el Sur, antes de comenzar el descenso del piedemonte andino, en lo que sería la cima de una montaña de origen glacial, lejos de toda huella de civilización.
La marcha: un penoso y eterno regreso al origen familiar. Los pasos: agigantados como si sobraran las energías. Así nos dejamos ir. Mi amigo con sus sueños de descubridor. Yo, enrollando mi hilo de Ariadna.
Que mi amigo también confiese que este salto por largo y arduo que pareciera ser nos resultó corto y placentero. Fue como batir el anular contra el dedo medio y decir “¡ya está!”. En un abrir y cerrar de ojos llegamos al Camino Real. Enmontado, se entiende. Asentamos lo mejor que pudimos nuestro pies sobre la tibia tierra que cubría el camino. Empezamos a quitarnos el cadillo que se fue pegando a nuestros casi transparentes vestidos, los míos porque tenían sendas troneras y me dejaban al descubierto en buena medida. A veces los votos de pobreza no son tan buenos que digamos. Los vestidos de mi amigo Lucio Negri eran al contrario de fina tela como la que le ponen a los difuntos aunque no la disfruten. Nos fuimos acercando a lo que supusimos era El Mucuño. Así lo atestiguó para sorpresa nuestra un hombre que estaba recostado a la vera del camino. Estaba desempolvando una enorme laja de piedra para llevarla al cementerio para gravar en ella el nombre de su hijo.
—¿Y cuándo murió su hijo?
— Hace una pila de años, respondió fijando su mirada en Lucio. Agregó luego: de no estar muerto diría que vusté es él, la misma cagada.
Me pareció oír nuevamente la voz de ‘ña Ramona y la de mil otros que andan viendo parecidos en todos los rostros, como si fuéramos una copia de los que ya no están. Finalmente, el hombre levantó su brazo para mostrarnos el camino. A pesar de estar poniendo término al periplo ni el hambre ni la sed ni el cansancio nos habían dominado. Las más de las veces, el profundo deseo que mueve nuestros espíritus es más fuerte que las básicas necesidades que mantienen en pie a los mortales.
¡No lo hubiera creído! ¡El Mucuño no había desaparecido! Los escasos pobladores que se mostraban a nuestra llegada estaban atareados con sus faenas corrientes. Las mujeres cargaban agua de una quebrada cercana. Algunos hombres preparaban sus bestias para el trabajo duro. Otros iban y venían en tropel sin aparente razón. Más de uno nos miró de manera sospechosa sin responder a nuestro saludo.
Dos calles angostas eran quebradas por el Camino Real, una suerte de cruz de Caravaca extraña en esas alturas. Las casas estaban descompuestas como si la gente se hubiera habituado a vivir entre techos que amenazan con desplomarse y paredes repletas de hollín y telaraña.
—Ciertamente que éste es un pueblo de fantasmas, le dije a Lucio.
El movimiento de su cabeza denotó su aprobación.
En la pulpería, las botellas de licor a medio andar rogaban por clientes sedientos. Parecía que las hubieran abandonado en el mejor momento.
La capilla me dio mejores señales mientras Lucio se ocupaba de colectar recuerdos para su encuesta arqueológica.
Una devota le rogaba de rodillas a una imagen de piedra que parecía la Santa Madona. A ella fui y le hablé en estos términos:
—Señora, ando buscando la familia de Eulogio de los Santos Peña.
Sentí cierta vergüenza al molestar a la pobre mujer que seguía clavada en el reclinatorio y que no osó levantar la mirada temiendo entretenerse con el inoportuno visitante.
—En la calle de atrás, donde hay un velorio.
La respuesta me dejaba perplejo. ¿A quién podían estar velando en la casa que precisamente estaba buscando?
Lucio había desaparecido momentáneamente. Me dije que dado que el pueblo era minúsculo al cabo de un rato lo conseguiría y muy seguramente cargado con sus muestras arqueológicas.
Sin tardar me apresté a poner mis pasos en la casa de mis ancestros.
Lucio me había ganado la carrera. Ya venía de regreso, sin nada en las manos pero con algo que contarme según podía deducir.
—Más adelante hay un velorio, me dijo.
—Ya lo sé, es la casa que nos interesa.
—Han de ser muy pobres porque no tienen urna, el muerto está tendido en la sala y a su alrededor hay unos cuantos dolientes ya sin lágrimas que botar. La eternidad produce inercia en los que se apegan a los suyos.
— ¿Qué se le puede hacer?
Hablando nos fuimos allegando a la casa.
Las dolientes estatuas resquebrajaron su cuello para descorrer el velo y descubrir a los visitantes.
Un esqueleto yacía en el frío suelo de tierra pisada. Su mandíbula abierta aún mostraba un colmillo de oro cuyo brillo disminuido por una fina película de polvo espantó de asombro al señorito Melanio.
Son pocos los que en esta vida, o en la otra, logran encontrarse consigo mismo.
Lucio Negri se quedó vagando en sus colectas arqueológicas en el pueblo del Mucuño, inexistente para los mortales.


 


 UNA CAMPANADA POR LA SUCESIÓN DE FIBONACCI
(cuento)

(finalista en el concurso de cuentos 30 aniversario
de la Clínica Metropolitana de Caracas, 2005)

 Creo haber oído la primera campanada de la medianoche. Tres disparos sin tregua. La confusión fue total. Las manos me sudaban; yo mismo era una esponja de agua, de sudor. No sé qué pasó exactamente. Apenas miré el cuerpo y quedé espantado, estaba tirado en el pavimento y lleno de sangre. La otra sombra se esfumaba de mis ojos en medio de la oscuridad rota apenas por las luces de alógeno que publicitaban al burdel del que acabábamos de salir. No me imaginaba la escena con policías ni testigos. Un extraño miedo se apoderó de mí y emprendí la retirada como arrancado del presente y del aquí para huir de tan horripilante escena. Y es que nunca había visto algo parecido: Un cuerpo inerte perforado por tres balas y manchado de ese líquido bermejo que procura vida.

            Con todas las fuerzas corrí para huir de mí mismo, del bochorno de ver un costal de huesos tirado en el piso y, claro está, para no verme envuelto en semejante rollo con la justicia después de un altercado banal por una puta.

            ¡Pero quién coños me había hecho descarrilar de mi rutina diaria para llevarme al abismo de un vulgar despeñadero repleto de prostitutas desafortunadas y de malos olores! Ahora el puritano de toda una vida, con tres tragos en la cabeza y los interiores llenos de semen era otro. ¿Qué me había pasado? ¡Qué fácil había sido dejarse llevar por unas manos atrevidas que me habían sobajeado el pene hasta convencerme de que todo saldría bien después de cruzar el umbral de la pequeña recámara del primer piso! Mi madre me hubiera creído incapaz de tanto atrevimiento, mis maestros de primaria se hubieran avergonzado de mí. Con la excepción de mi padre tal vez, todos hubieran repudiado estos actos. “Tan tranquilo y sano que es el muchacho”, como dicen por ahí. Como no me han conocido novia creen tal vez que mi pene estaba reservado para una mujer hogareña y hacendosa. Pues no. Al fin y al cabo tenía que probar porque veinticinco años son muchos según parece. Esto de ver revistas y masturbarse es como tener un cuento en las manos y empezar a leerlo  sabiendo que la última hoja se ha quedado en la imprenta. Para el cura, yo sería el frustrado y atrevido seminarista que no tiene vergüenza al meterme con mujeres de la mala vida. (Él –ellos no se dan cuenta de que las “malas mañas” también tocan con frecuencia a sus puertas y cuando pueden las dejan entrar con mucho gusto). En el seminario se aprende esto después de una diarrea de medianoche cuando regresas a tu habitación y consigues a los menores asustados corriendo con las piernas apretadas y las manos entre el culo después de una visita furtiva a la habitación del respetadísimo padre C..., profesor de Filosofía y Moral y Cívica. Mis antojos diarreicos fueron constantes y bien escondidos y, por supuesto, mis descubrimientos mayores. Pero dejemos que el cielo se ocupe del asunto, yo no soy nadie para señalar ni juzgar. Como quiera que descubrí que ése no era mi camino, hablé con el Director y le hice saber mis intenciones de abandonar el seminario para que abogara por mí ante mis padres para que ellos entendieran que mis deseos de servir a Dios deberían ir por otros derroteros.  No hubo el mayor reproche y mientras llegó el momento de entrar en la universidad, conseguí un puesto como ayudante en la frutería del señor Morales, un inmigrante canario que me hablaba constantemente de su tierra como si con cada inspiración el aire le trajera hermosos recuerdos de su terruño. Los minutos libres me hicieron poner en práctica las nociones de geometría y dibujo aprendidas en los claustros del seminario. Y es que al mirar tantas frutas uno queda extasiado con los arreglos de la naturaleza. Mire usted las sandías y se sorprenderá de su bonita configuración. El Kiwi es la máxima expresión de la perfección. Es un regalo para los ojos. Corte usted una naranja y tendrá una lección de geometría natural repleta de vitamina C.

      Los ojos de María, la chica que vende flores, se confunden con la verdadera pureza del Nazareno. Cuando envuelve la rosas en el celofán no sé si admirar el reflejo de la inocencia en sus pupilas o los pétalos que caen recordándome la sucesión de Fibonacci  y el non plus ultra del ángulo de oro que nació con la creación inundando el universo de un aura dorada mucho antes de que naciera el primer guarismo para representar la unidad. El 1,61803 se apoderada de mí cada vez que María me miraba. Pi perdía todo valor y las frutas resbalaban por mis manos como si estuvieran cubiertas de baba y terminaban desparramadas contra el suelo. Ella se reía tímidamente y el señor Morales fruncía el ceño y me anotaba las guayabas o las chirimoyas destripadas a mi cuenta. Fi se diferenciaba no obstante de Pi desde el punto de vista matemático pues el último no es solución de ninguna ecuación polinómica (a estos números, como el “e” descubierto por Euler, se les llama trascendentes), mientras que el número de oro sí que lo es. En efecto, una de las soluciones de la ecuación de segundo grado    es  que da como resultado el número de oro. Pero éste no era el asunto importante.  ¡Me estaba enamorando de María! (¿o ya estaba enamorado y no me había dado cuenta?).  Fidias me hubiera dado un porrazo al saber que nunca me atreví a confesarle mi amor a María. Ella se fue volviendo  como el mármol de las estatuas del famoso escultor griego. Ahora entiendo que mi conducta fue tan irracional como los números en cuestión. El señor Morales ni nadie en el mundo podían entender mis tribulaciones. Eran gritos ahogados en el silencio. Pero la vergüenza era mayor y por eso nunca le declaré mi amor. Un buen día María ya no vino más y no supe de ella tampoco nunca más. El rectángulo sobre el que se asienta el Partenón representado por la cajetilla de cigarrillos de la que el patrón sacaba sin cesar su dañino contenido, no me hizo olvidar a María.

Vino la universidad y sus reveses; Las protestas estudiantiles y el cierre del comedor universitario; Dos, tres o cuatro policías muertos; Los números dando vueltas en un papel y el croquis de mi habitación haciendo juego de proporcionalidad con el edificio del frente para recordar las leyes de Pitágoras y la relación entre los catetos y la hipotenusa imaginaria dibujada en mi cabeza desde la cornisa de la habitación hasta la ventana de una estudiante de derecho que me saludaba todas las mañanas desde lo alto. Luego vinieron los gnósticos a joderme con el cuento de que la estrella del pentagrama era la representación mágica del Creador del universo todo inmaculado y coronado por cinco puntas que reflejan el microcosmos humano. Esa estrella es matemática pura y un paréntesis al número de oro que Pitágoras conocía como la palma de su propia mano. Mientras que a un profesor le levantaban un juicio por abusos contra estudiantes, yo seguía con mis cálculos y mis repetidas lecturas de “El Hombre que calculaba” de un tal Malba Taham. En todo seguía buscando la suite de Fibonacci. 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233, 377... Pero estaba equivocado. Los robos a los bancos y el aumento de la pobreza se correspondían más bien a las proporciones geométricas; los huecos de las calles y sus correspondientes trabajos de reparación eran aleatorios; el abuso contra menores de edad era apenas una variante en las estadísticas del país. Con mucho pesar, las matemáticas se convertían en sucedáneas de un sistema que las manejaba  a su antojo. Cuando nos entregaron el carnet de estudiante digitalizado apareció nuevamente la proporción áurea y con ella las rencillas entre grupos por tomar el control de la Federación de Centros Universitarios. En las elecciones estudiantiles ganó el peor (el que más ofrecía). Desprevenido me agarró la policía y tuve que ir a dar declaraciones. ¿Qué declaraciones? Los golpes fueron muchos. Un hombre con una cicatriz en el pómulo derecho me preguntaba sin parar por los números que tenía escritos en la última hoja del cuaderno. Ése (y los otros) no había oído hablar de Fibonacci y pensó –con toda seguridad- que el matemático era uno de los revoltosos que iba a hacer estallar una caja de resonancia con panfletos contra el gobierno. Proporciones era una palabra que no existía en su reducido vocabulario (excepto las tan cacareadas 60, 90, 60). Me gané pues, una “entradita” y mis antecedentes policiales fueron inaugurados con una mancha de subversivo. “Pero si Juanchito nunca se ha metido en líos”. A pesar de mi inocencia, mi familia tuvo que mojarle la mano al comandante para que no mandara mi expediente para los tribunales. Con sobrada razón comencé a encerrarme más temprano desde entonces en mi habitación después de salir de clases en la tarde.

Sucedió que la chica de derecho, Fabiola, me invitó cierta noche a una fiesta de cumpleaños. Mi timidez llegó a su fin cuando probé no sé que cosa y, como dicen coloquialmente, me puse alebrestado. El codo se levantó una y otra vez y terminé con las tripas en el baño. ¡Qué vergüenza con Fabiola! Primera y última vez que entré a su apartamento. Venía de una ciudad cercana y sus padres tenían buena posición social. Ella intentó ser amable conmigo y presentarme ante sus conocidos como un “buen amigo”. Pero yo metí la pata. ¡Qué cosas cuando se es tan tímido! Con el tiempo me enteré que se había casado con un patán que la engaña a su antojo.

Tal cual película me alejaba momentáneamente de los números y me llevaba con temor (pensando siempre en las redadas) a una sala de cine. El  “Regreso al futuro” me hacía soñar con mis ambiciosos planes de máquinas futuristas propuestos al departamento de robótica de la Universidad. La suite de Fibonacci y l’angle d’or,  como se les conoce en francés, seguían escarbando mi cerebro. Cuando Alonso me dijo que se había acostado con su novia y que había descubierto “la perfección de su cuerpo” sentí la tentación más grande.  Quería dejar al Partenón, a Keops y a la tumba rupestre de Mira para internarme en la geografía femenina y explorar los rincones perdidos de los diagramas de Leonardo da Vinci, el de la ilustración de La Divina Proporción de Luca Pacioli publicado en 1509. Pero qué diablos podía yo decir al respecto si jamás había tocado ni siquiera el ombligo de una mujer, el centro de ese sistema solar indescriptible. A la mujer le estiraría manos y pies y haciendo centro en el ombligo dibujaría una circunferencia. El cuadrado, en la figura de Vinci,  “tiene por lado la altura del cuerpo que coincide, en un cuerpo armonioso, con la longitud entre los extremos de los dedos de ambas manos cuando los brazos están extendidos y formando un ángulo de 90º con el tronco”. Me imaginaba el cuerpo de la mujer sobre el piso para comprobar que  el cociente entre su altura (lado del cuadrado) y la distancia del ombligo a la punta de la mano (radio de la circunferencia) es el número áureo. La idea no me dejó dormir durante varias noches. Era como un fantasma. Veía a Blanca, la compañera de “Programación III”, tirada en el piso, desnuda, diciéndome que el centro de su circunferencia estaba en el pubis. Yo medía sin cesar sus sobresalientes pechos y los hallaba en proporción áurea con sus piernas y sus caderas.  Luego Blanca desaparecía y era sustituida por Ana, la del grupo de oración y después por Margot la del curso de inglés. En todas Fibonacci había hecho su trabajo. Cuando despertaba, la única novedad eran los interiores mojados. Nada más. LaSpira mirabilis que nacía en sus ombligos (así lo suponía) tal vez se reproducía más abajo, en la caverna que vuelve loco al incluso al más cuerdo. Eran el reflejo de los caracoles de mi pecera. Era necesario medirlos.

De allí vino una salida y otra. Una cerveza y otra. Después llegó la sonrisa de Arlette, así dijo llamarse y cuyo nombre me recordó el de una francesa que asistió a un congreso de Matemática Pura aplicada a la Inteligencia Artificial realizado en Baños, Ecuador. La Universidad me pagó los viáticos para exponer mi trabajo. Los otros cuatro que me acompañaron tuvieron cuatro días de vacaciones etílicas y de igual manera se trajeron su Certificado por su “destacada participación en el Congreso”. Según mis principios, la francesa resultó muy atrevida. “Usted sí es marico” me dijeron los otros, pero qué podía yo hacer si en tales asuntos era un ignorante. Pasé el mal rato inventando historias de indisposición por problemas personales.

En el “Pingüino” ocurrió la cosa con la prosti, manera ésta tan despectiva de llamar a esta muchachas que alivian los padecimientos a penosos como yo. Vaya usted a saber cuántas angustias las han llevado a estos antros. Serían las nueve de la noche. Entré resuelto a perder el miedo, a que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Me dijo que la invitara a un trago. El lugar no estaba muy concurrido (era apenas jueves). La conversación tomó varios senderos hasta que sin darme cuenta sus manos me elevaron por los aires hasta el primer piso. Fibonacci desapareció de mi mente ante semejante inmensidad nunca antes vista por mis ojos. Fui descubriendo poco a poco que el asunto con María hubiera sido un viaje al paraíso, pero no era María la que me hacía caricias, era una pelo-pintado que me decía que no me despabilara, que me concentrara en el movimiento. ¡Listo mijo! ¡Son diez mil bolívares! Ahora era Superman, transformado sin su ropa de periodista. Bajamos la escalera tomados de la mano. Los ojos de los clientes del bar se fijaron en nosotros y, según la costumbre, una lluvia de aplausos nos mojó de pies a cabeza (o al revés porque la lluvia cae). Un tipo moreno se precipitó hacia nosotros. Yo no salía todavía de mi primer asombro cuando me vi forzado a entrar, en un abrir y cerrar de ojos, en una discusión que nos llevó a la calle. Tal vez el hombre tenía algo con tal Arlette y eso lo enfureció porque se me vino encima como un ogro; era una bomba de ira. Para ser diablo le faltaban los cuernos nada más. Yo todavía seguía flotando y no me daba cuenta de que sus pesadas manos me asían del cuello de la camisa; tal vez sus uñas me arrancaban sangre y yo seguía en el hipnotismo de la prostituta. No sé si resbalé por las escaleras. ¡Vamos pa’ fuera coñoemadre! Así dijo retándome delante de los curiosos que deseaban una película de Jean Claude Van Dam. Entendí que la cosa era en serio, que tendría que defenderme, que las excusas no tenían lugar ni sentido. Levanté la mirada hacía aquel que me retaba. ¡No podía ser! ¡El hombre de la cicatriz en el pómulo derecho, el policía que me había dado unos cuantos coñazos por lo de la supuesta caja de resonancia, era ahora mi adversario! “Ahí lo tienes Juanchito si te las quieres desquitar”. La confusión reinaba en mi cabeza. Tenía que darle sus tres trancazos o dejaba de llamarme Juan. Ése era mi grito ahogado de guerra, mi tímida consigna. Las puertas se desplayaron de par en par. Algunos curiosos nos siguieron para servirnos de sombra en la oscuridad. Ya no comprendía lo que me seguía diciendo. La prostituta repetía sin cesar “¡Chico, deja tranquilo a ese pobre muchacho!” El hombre estaba tan sordo como yo. La neblina recreaba un ambiente a lo Bram Stoker. No hubo tiempo para un primer golpe. Sería que la iglesia quería acompañarme en esta mala hora porque oí la primera campanada de la medianoche. Enseguida vinieron los tres disparos. La confusión fue total. Las manos me sudaban; yo mismo era una esponja de agua, de sudor. No sé qué pasó exactamente. Apenas miré el cuerpo y quedé espantado, estaba tirado en el pavimento y lleno de sangre.

La otra sombra se esfumaba de mis ojos en medio de la oscuridad rota apenas por las luces de alógeno que publicitaban al burdel del que acabábamos de salir. No me imaginaba la escena con policías ni testigos. Se me enturbió la mente y caí. Un extraño miedo se apoderó de mí y mi alma emprendió la retirada como arrancada del presente y del aquí para huir por siempre de tan horripilante escena. Yo era un cuerpo inerte perforado por tres balas y manchado de ese líquido bermejo que procura vida.

Segunda campanada de la noche.