Nació el 19 de noviembre de 1944 en Santa María de Ipire, Estado Guárico. Narrador, articulista y ensayista.    Actualmente se desempeña como profesor de matemática en la Facultad de Ciencias de la ULA. Se estableció en Mérida desde 1984, le interesaba encontrar un lugar apacible que le permitiera ejercer su profesión  y consideró que Mérida reunía esta condición por la calidad humana y académica de la ULA. Su niñez transcurrió de un lugar a otro, por eso estudió en varias escuelas. En 1964 se graduó de bachiller, y en 1969 obtuvo el título de profesor de Matemáticas y Física en el Instituto Pedagógico Nacional de Carabobo, posteriormente un PhD en Teoría combinatoria en la Universidad de California.

Sin darse cuenta se hace comunista, pero sobre todo se entusiasma por la lectura y aprende de memoria poemas de Andrés Eloy Blanco. Lee a Rómulo Gallegos y a Miguel Otero Silva, se obsesiona por la poesía de Pablo Neruda. También lee a Alberto Moravia, cuyas observaciones sicológicas lo marcan profundamente. Viaja por el mundo sin nada fijo en su  memoria, conoce al escritor Ramón J. Sender quien cambió su vida y lo hizo pensar en la escritura como una forma de salvación. Aunque pertenece a una familia de escritores, es matemático, y realiza con éxito su labor docente, también le abren las puertas, el camino de las letras y la historia, ejerciendo su vocación de escritor y su afán de investigador. Comenzó a escribir a los 37 años, su vocación nació por la lectura de los escritores antes mencionados y el trato especial con el novelista Ramón J. Sender. Se inspira en lecturas y en el contacto con la gente, su tema preferido es la historia.

     

OBRA LITERARIA:

Ha publicado los siguientes ensayos: Nos duele Bolívar (1983); Muerte ad Honores (1984); Conjura Constitucional (1985); Crónica Fugaz al Sur del Pasado (1986); Colombia en un Soplo(1987); Maldito Descubrimiento (1988); Toque de Queja (1989); Teoría Combinatoria o el Arte de Contar (1990); Rectus Magister (Calaveras y Desventuras de un Docente Venezolano) (1992); Sandemonio (1995); Juan Félix Sánchez y Epifania Gil: La Cultura Como Sepultura (1998); Álgebra Lineal (1997); Los Verdaderos Golpistas (1998); Recursos Combinatorios para el Aula (1998). Y la novela Dulce María (1998). Además de una serie de artículos en periódicos  nacionales. Como proyecto tiene inéditas las siguientes obras: La Divina Comedia; Entre El Levante y El Poniente; y El Jackson Granadino.

No se ubica en ninguna tendencia literaria; su obra va en favor de las leyes, en contra de las injusticias sociales que se acometen en Venezuela a diario, violándose las leyes y haciendo decaer al ser; por ésto su producción literaria trata de plasmar la injustifica en Venezuela, de allí que su obra sea catalogada como contestataria.

 

DAVENPORT,  EN MI ESCAPADA- 1983.

Viajó a Illinois vía Nueva York. Dentro de un mes ya nadie, quizás, me recuerde por mi crimen. Unos roban. Todos robamos y matamos. Es como un juego. Una vez que consiga establecerme, mi mujer me perdonará; todos los remordimientos son como los hijos, acaban un día por dejarnos. En el avión me encuentro con la esposa de Piñerúa Ordaz, doña Berenice. A esta señora la conosco desde hace muchos años, desde los tiempos en que yo era gran amigo de los Campos (Gerónimo, David, Winston, Elías), pero ella al verme se hace la desentendida. No obstante me interesa aprovecharme de que lleva pasaporte diplomático para desviar un poco la atención del agente de policía que chequea documentos y equipaje. La saludo; le pregunto por su familia, y así vamos avansando en la cola.

Medito en esa condenación mía que me ha llevado a vivir deseando a otras mujeres. Recordé a dos novias fugaces que tuve mientras vivía en San Diego, California: Una gringa llamada Diana, y una maracucha de nombre Susana. La gringa era hija de un odontólogo, exhuberantemente bella, muy inmadura. La maracucha trabajaba en San Francisco en el Programa Gran Mariscal de Ayacucho. Después, en Cumaná, una alumna de nombre Lucina, hija de gallegos, se enamoró apasionadamente. Había que matarla. No tenía más remedio.

Una vez en Nueva York, me dirijo a la estación de la Greyhound; conozco a dos a dos jóvenes venezolanas que también tomaran un autobús, pero ellas van en dirección a Filadelfia. Me echan una mano. Cuanto las amo. Si supieran que huyo; si supieran de lo que soy capaz. Sus atenciones me conmueven.

Paso toda la noche al lado de mis ocho maletas, en pleno pasillo de la estación principal del metro de Nueva York (mientras espero turno para trasladarme a Chicago).

Más exactamente, casi dos días de viaje ininterrumpido para llegar a un pueblo llamado Davenport, al lado del río Mississippi.

Pasó allí la noche y al día siguiente me dirigiré a Macomb. Ya entonces no seré un criminal.

Mucha nostalgia, una inmensa preocupación por todo lo que me pueda deparar el destino. Entretanto debo buscar alojamiento y equipar de nuevo una casa, con trastos usados. Empezar otra vez. Se empieza tantas veces.

El largo viaje hacia Macomb, lo hago rodeado de media docena de puertorriqueños completamente drogados. Así como he matado a una, podría matar a muchos. A veces el crimen que llevo a cuesta es lo que me da confianza en mi mismo: podría matar a muchos más, me repito con frecuencia.

A las diez de la noche llego a Davemport: hace calor; pueblo solitario y viejo. Todo me recuerda lo que he leído en los libros de Mark Twin sobre el Mississippi. A lo lejos: el imponente río cruzado por puntos luminosos.

Antes de cerrar los ojos leo párrafos de la “Mirada Inmóvil” de Sender: “El hombre, tenemos que aceptarlo, se hace abyecto si se descuida y no emplea todas sus facultades para evitarlo”.

14-09-83- Día domingo: Me acompaña el recuerdo de Sender, sobre quien me gustaría escribir un libro. Tendría que ser una novela. Recuerdo que Sender odiaba a Fidel Castro y lo llamaba la mujer barbuda del circo.

Me asomo a la ventana del pequeño hotel que ocupo; un hotel desvencijado con habitaciones alfombradas muy gastadas. Pago veinte dólares diarios por la habitación. Una mazmorra que debe tener doscientas habitaciones. Hay en la sala un viejo espejo, comido por el moho, y en el cual al mirarme no me reconozco. Cae sobre el pueblo una tenue lluvia. Bajo en busca de café; releo a Sender y me doy un baño.

Salgo a dar un paseo y me meto en un puesto de comida mexicana “Martínez Taco”.     Compro cigarrillos y me encamino a orillas del Mississippi. Deja de lloviznar y  de pronto una claridad esplendorosa forma un bello contraste con una estela de neblina que se va disipando. Pasan barcasas antiguas de molinete. A medida que camino, se acrecientan los ruidos: algo como un órgano desafinado llega de las barcazas y va produciéndose un fenómeno como si estuviera en un teatro, discurriendo el cortinaje de la niebla que da paso al soberbio espectáculo del río surcado por grandes puentes. La mayoría de los puentes aquí son levadizos. El agua es de un color amarillento, cubierto por millares de pequeñas mariposas de largas antenas, parecidas más bien a chiripas. Todo el pueblo está inundado por esta alimaña. No es muy ancho el río donde me encuentro. Este pueblo es de una soledad tremenda. Me llama la atención un enorme puente de espectaculares tuercas, tan grandes como llantas.Leo en una placa que fue construído  en 1.895. Cada instante de soledad que vivo, sin una mujer a quien amar profundamente, me parece un imperdonable desperdicio de vida. Me pregunto si a todos los hombres les pasa lo mismo. Me detengo a mitad del puente a contemplar la apasible corriente del río. Comienzo a ver como varias esclusas, por donde bajan los barcos, cargados de turistas y productos, pueden llevar cargas de más de dos mil toneladas. Algunas cargas son de petróleo o kerosene, aceite o carbón. Los llevan hacia los campos de Lousiana o Texas. Carbón para el sudoeste de Illinois y el oeste de Kentucky. Enormes cargamentos de cereales para New Orleans, cerca del Atlántico.

El río es amarillo, dije; pero un amarillo transparente que jamás llega al marrón del río Manzanare de Cumaná. Pero es que se ven máquinas limpiando constantemente las aguas; son dragadoras que absorben los desperdicios a la vez que mediante procesadoras van purificando el agua. Cuando este río crece, no hay peligro de inundación en Davenport, pues al crecer el nivel, un sistema desvía el exceso de agua hacia unas represas vecinas; sistema que permite también la navegación durante todas las estaciones del año.

 La soledad persiste; nadie con quien hablar. Pareciera que al saber que yo llegaba, todo el mundo ha dejado el pueblo. He cruzado el puente, pero no veo sino máquinas y depósitos de bidones de todo tamaño, junto a manchones de aceite por doquier. El río aquí debe tener unos setecientos metros de ancho. Me devuelvo y repentinamente no veo puente alguno. Fue como si en segundos me hubiesen cambiado el escenario del paisaje todo, súbitamente desorientado y sorprendido, en un abismo, y preguntándome qué ha pasado, si es que al fin han dado conmigo.

No fue un susto, sino una sorpresa del carajo, girando yo junto con la mole de mierda en medio del río, sin aviso ninguno. El bramar de enormes cargueros que pasan a mi lado, habiendo girado el puente ciento ochenta grados.

De vuelta al hotel me voy enterando de lo viejo y desahuciado que se encuentra este pueblo; paso frente a un destartalado teatro donde aún está el anuncio de una película de los años cincuenta.

En el hall del hotel, aburrido y cansado, busco conversación a un viejo gringo que conoce muy bien Davenport. Nació allí y durante sesenta años ha trabajado como maquinista. Me recomienda que visite al pueblo de Navoo donde mataron al fundador de la secta mormón, José Smith. Es un pueblo que tiene más de siglo y medio, perfectamente conservado, tal cual existió. Tuvo un templo enorme que fue incendiado y los mormones fueron expulsados del pueblo por bandas furiosas de fanáticos protestantes. Entonces esta gente tuvo que huir y cruzar el Mississippi completamente congelado, en pleno invierno. Fue cuando estos religiosos decidieron establecerse en Salt Lake City, y construyeron esa imponente ciudad que es hoy. Toda la gente que huye de un crimen me interesa. Iré a Navoo.

Subo a la habitación y me echo en un sofá. Me pongo a pensar en esos escritores que se han suicidado en hoteles, abriendo la llave del gas o colgandose de una viga. Se escuchan los pitos de los barcos carboneros...

El fastidio me abruma, no puedo leer. Salgo a dar otra caminata. Recorro cuadra tras cuadra y ni una alma en las calles, ni siquiera perros realengos. Son ya las seis de la tarde y el sol sigue reluciente. Regreso al hotel, me baño y me echo en el sofá y trato de leer.

9 p.m.: Salgo otra vez y me dirijo hacia los muelles, surtidos de luces como un carrusel nocturno reflejado en el río. Desde las orillas veo a unas parejas que gritan y se saludan. “Deben estar felices y borrachos”; agitan unas linternas; se enciende un motor y los veo enfilarse a la otra orilla. Envidio a la gente sencilla de estos pueblos americanos; su orden, el cuidado que ponen  en sus servicios... Me  interno en un parque donde presentan un consierto de música clásica al aire libre. La temperatura y la brisa es deliciosa; al fin gente; gente en la calle, en los parques; una extensión de treinta  hectáreas llenas de gente, sentada sobre el césped, con sus niños, con sus mujeres en los brazos y al lado un estacionamiento colmado de bicicletas. Me echo al pie de un árbol y me dejo llevar por la música. A mil leguas de distancia de quienes me buscan.

Vuelvo al hotel. Por unos callejones encuentro a un tipo joven hurgando entre desperdicios. Se me queda mirando; tiene unos treinta años; flaco, no mal vestido, pero en sus facciones hay algo de desesperación; me sonríe, me alarga algo que ha encontrado en unos pipotes; es una caja de bombones. Tomo uno, le doy las gracias y sigo mi camino.

 A la una de la madrugada me acuesto. Escucho una canción de lamento. “Es un negro- me digo-. Un negro ciego. Sólo los ciegos pueden cantar con el alma”; y pienso también en las cegueras de mi amor y en las muchachas que hacían agitar la linterna en el río. “¿José qué te has hecho, por qué has huido?”, sueño. Es mi  mujer.                              

INÉDITO