Margarita Belandria (Canaguá, Mérida-Venezuela, 1953) es profesora de la Universidad de Los Andes en el área de lógica y filosofia.


CONTACTO
belan@ula.ve
Web oficial: http://margaritabelandria.com.ve
Blog: http://margaviota.blogspot.com/

 

PUBLICACIONES

Otros puntos cardinales (premiada en el Concurso de Poesía “Simón Darío Ramírez”, de 2005, por la Asociación de escritores de Mérida (AEM). Este poemario fue publicado la AEM (2006).

Qué bien suena este llanto,  premiada en el Concurso  de Narrativa “Antonio Márquez Salas” del 2004 (AEM). Esta novela ha sido objeto de estudio en el “Seminario de escritoras iberoamericanas” de la Maestría de Literatura Iberoamericana de la ULA, 2008, y ha  recibido significativas reseñas de distintos autores, publicadas en la IV Antología de la Asociación de Escritores de Mérida (AEM-2007) y en  El Mundo. (El Mundo Málaga Málaga), Suplemento de Cultura “Papeles de la Ciudad del Paraiso”, núm. 13 ed. de 1 de junio de 2007. Su primera edición fue publicada por la AEM, 2006. Su segunda edición electrónica fue publicada por la Dirección de Cultura de la Universidad de Los Andes, Mérida, 2016. Disponible en:
http://margaritabelandria.com.ve/?product=que-bien-suena-este-llanto-version-digital-epub

Selecciones de poemas han sido publicados en: “Al Pie de la Letra”, Diario Frontera, el 12/06/2004.  I Antología de Poesía, AEM 2005. III Antología de Poesía, AEM 2006. Revista La Palabra No. 8, Instituto Barinés de la Cultura y Bellas Artes (INBCYBA), 2006. Revista Faceta No.30, pág. 2.  Ibagué-Colombia,  30 de noviembre de 2008. Entre sus relatos  publicados en revistas literarias, podemos señalar “En Totumos”,  Palabra Abierta Nº 6 del 2010; “En el baile”,  País de Papel Nº 3, del 2014.

En su campo de conocimiento posee libros y numerosos artículos publicados en revistas filosóficas impresas y electrónicas. Entre ellos:

Guía práctica de lengua castellana. Ediciones FAHE. Universidad de Los Andes. Mérida-Venezuela, 2014. ISBN: 978-980-11-1618-9, disponible en:
http://margaritabelandria.com.ve/?product=guia-practica-de-lengua-castellana

Fundamentación filosófica del derecho en Kant. Editorial Académica Española. Alemania, 2012. ISBN: 978-3-8484-6630-6, disponible en: Amazon.
https://www.amazon.com/Fundamentaci%C3%B3n-filos%C3%B3fica-del-derecho-Kant/dp/3848466309

Temas de lógica. Ediciones FAHE. Universidad de Los Andes. En proceso de publicación.

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QUÉ BIEN SUENA ESTE LLANTO
(fragmento de novela)

Después de que la florecita paramera de la desdichada María Antonia Solano regresó de conocer la mar, durante varias semanas no vio a Tomás Antonio Fernández Tapia. Le había jurado por este puñado de cruces que, en cuanto resolviera algunos asuntos pendientes, regresaría para llevarla al altar. Pasaron semanas interminables. Noches enteras sin dormir. Pensando en ese par de luceros deslumbrantes, en los besos tan distintos que dejó en su boca y ese olor de hombre que la había perturbado tanto. A pesar de la demora lo esperó inquebrantable, con la misma certeza con que se espera el retorno de la luna llena. Una tarde lluviosa se apareció cargado de flores y con la decisión de casarse. La encontró afligida y con los ojos desteñidos de tanto mirar la niebla. «¿Viste, carajita, que Tomás Antonio Fernández Tapia es un hombre de palabra?». Ella se le echó en los brazos y, colgada de la nuca, le llenó de besos el corazón, donde llegaba su estatura.  Fernández Tapia habló con don Ramón Palma. Le anunció que la boda sería al día siguiente y luego partirían hacia Barinas donde tenía una mansión monumental y un hato con miles de cabezas de ganado. Que su hija estaría bien. Que él sería capaz hasta de lamber las calles de Mucuchíes y de Barinas con tal de hacerla feliz, porque tal preciosura no se encontraba en cualquier casa de vecino ni todos los días cualquiera se casaba con la sobrina de un Cardenal.

En su silleta de cuero crudo recostada a la pared, don Ramón Palma, mirando el piso y con la copa del sombrero dándole vueltas entre las rodillas, se limitaba a mover la cabeza lenta y verticalmente. Sólo cuando los desposados se marcharon, los afilados riscos del páramo le parecieron más negros y desnudos, mucho más que cuando los interrogaba por los caprichos del destino y la eterna tristeza de María Antonia. Desde ese día y hasta la víspera de su muerte durmió con Pastora Santos, y por primera vez en su vida dejó de saberse un hombre preterido.

Tomás Antonio Fernández Tapia era propietario de una de las más lujosas mansiones de la ciudad, el hato Guardajumo por los lados de Guasdualito, una casa en el mar, carros, camiones, tierras, casas y apartamentos en distintos lugares del país y del planeta, procurados, entre otros medios, con sus negocios de agiotista, pues lo que había heredado al principio fue una fortuna harto modesta. Deslumbrada como estaba, en su entorno sólo veía resplandor. Se había casado «con un príncipe, un hombre guapísimo, rico y sensual», le sopló al oído Pastora Santos en el mismo momento en que se despidieron, aunque antes le hubiese dicho que tenía pinta de ser muy puto, y con tanta edad más bien lo confundirían con su padre.

Hasta que la mansión empezó a llenarse de servidumbre y centenares de invitados, los primeros días los esposos se refocilaban en el amor por todos los rincones de la casa y el bosque que la rodeaba. Las sesiones amorosas eran precedidas de largas y elocuentes lecciones de cómo hacerlo mejor. Y evocaba lujurioso los lujos de traseros que había podido montar, y cómo quedaban de agradecidas... Hembras carnosas de tetas inmensas, calientes y rosadas; intuitivas, que le daban todo antes de que él pidiera nada. Adivinas. Divinas.  «Me gusta ver los morrocoyes, esos animales sí son excitantes para tirar, la hembra va delante meneando todo el trasero y el macho atrás, siguiéndola, mientras va dejando rastros de leche. Voy a llenar la casa de morrocoyes. Ya verás, mi morrocoyita, cómo vas a ser de feliz». La inocente aprendiz flotaba luminosa pero también flotaba sorprendida de que la relación íntima entre un hombre y una mujer fuese de ese género. El incendio penetraba en sus oídos descendiendo hasta hacer explosión en ese resquicio húmedo y latiente que olía a mastranto y sabía a albaricoque, como le diría Mariano Cedeño varios años después en las aguas mansas de la Taparita, donde descubrió ella otro semblante de pasión un poco más pausada, de ternura y silencios apenas interrumpidos por adorables balbuceos. 

Pero al poco tiempo no dejó de notar que sólo parte del preámbulo retórico de su marido era flameante. Después, tanta cháchara de morrocoyes y hembras calientes comenzaron a cansarla y causarle aburrimiento, y empezó, además por otras causas, a buscar excusas para evitarlo. Volvió a sus lecturas, a llenar su soledad con la vida de los seres que gozaban y sufrían entre los libros, y a la par, por la demanda de la vida social de su marido, se esmeró en volverse hacendosa, forzada y sonriente anfitriona de quienes empezaron a poblar aquella casa inmensa, la Miraluna, que mientras más muebles, objetos valiosos y gente tenía se le tornaba más grande y desolada. Intensa actividad. Organiza todo como una mujer grande.  Da órdenes. Saca sus libros de cocina que junto con algunos de literatura fue lo único que se llevó cuando el arrebatado matrimonio.  Embellece todo con cuadros, jarrones, tapices, gran variedad de artesanías y las plantas y flores más hermosas que va encontrando a su paso. «Las flores —le había oído alguna vez a Pastora Santos— son las joyas de la tierra; una casa sin flores es como un corral de gallinas». Y con las  flores se acordaba de las gallinas y se moría de la risa al recordar a la que ponía un huevo rala vez y armaba una alharaca tan grande durante horas como si lo hubiese puesto de oro. Nunca más vio otro huevo tan cantado, tan reído, tan llorado, porque la chonga tenía esa loca manera de cacarear su huevo.

Desde su arrebatado matrimonio casi todos los meses le manda una carta a don Ramón Palma, quien las recibe y sin mirarlas siquiera las mete en aquel baúl de vastas dimensiones donde guardaba los tesoros de María Antonia y que sólo abría para arrumar las cartas desde la noche en que se le ocurrió ponerse a desentrañar sus dudas entre las cosas de la muerta. Al ver la foto del hombre del sombrero, le exige a Pastora Santos: «Dígame quién es este sujeto». Leal a la difunta le da una vaga información: «Creo que es uno que murió hace muchísimo tiempo», y atajó cualquier otra pregunta: «Pero de más nada me acuerdo». La miró feo, pero con lo recabado terminó de averiguar por su cuenta hasta armar el rompecabezas que le había hecho pasar los años en un terrible desvelo. Un incauto le aclaró: «¿No se acuerda, don Ramón?, ese fue el que se colgó del cínaro el mismitico día que usté se casó con la finadita María Antonia, que en paz descanse». Fue entonces cuando le arreció el despecho y en una nota escueta le escribió a su hija que no malgastara tanto tiempo, papel y tinta, que tratara de ser feliz si es que podía. Ella, sin embargo, jamás cedió a tal pedido. Sabe que no abre sus cartas, tanto mejor. Así no sabrá de sus quejas ni de cuánto pesar se estaba llenando. Aquellos papeles eran un desaguadero de su postración, la tristeza y el tedio de vivir con ese hombre que la convivencia le había revelado en su total desnudez. Pícaro, fanfarrón, taimado, inescrupuloso, mujeriego, con tantas mujeres e hijos como su fuerza animal le permitía. Artero y resabiado hasta más no poder, como sólo Sagrario lo sabía definir.

Ese príncipe azul que la rescató de la neblina y las fieras ventiscas parameras, al paso de los años, se le iba convirtiendo en un repulsivo semental. Nada más en la vastedad del Guardajumo tenía tres casas con hijos y mujeres, a los que ella cada quincena les tiene que hacer llegar un mercado. Otras dos en Sabaneta, que debían recibir los mismos cuidados. Y la más preciada, en Barinitas, en donde  pasaba él casi semanas enteras por lo fresco que es, por más nada —solía decirle—, pues su catedral era ella; las demás, simples capillitas. De esa se encargaba él en persona. Era Gisela, una frondosa muchacha de Carora que recogió un día en la carretera mientras esperaba carro para ir a Barinas a recibir un cargo de maestra que una tía suya, titular de un alto cargo en el ministerio de educación, le había conseguido por el solo mérito de haberla ayudado tenazmente en la campaña electoral, trepando por los postes más altos a colgar pendones inmensos, ya que la señorita no poseía ni el grado de bachiller. De inmediato él se encaprichó con la muchacha. Le dijo que ahora era que había pan para rebanar, y con todo lo que tenía encima no tenía ninguna necesidad de meterse a maestra, que le enseñara a él todo lo que tenía para enseñar, y la llevó directo a Barinitas y la instaló en la casa donde vivía Romelia, con quien tenía cinco hijos y que por haber perdido ya sus firmes dimensiones fue a parar con sus hijos a uno de los ranchos del Guardajumo.

Media Barinas de la más alta alcurnia se sentía honrada —aseguraba su dueño— de visitar aquella casa donde no faltaba nada y no se escatimaba en gastos para complacer los caprichos de sus invitados. Chigüire, lapa, venado y toda suerte de platos llaneros, andinos, orientales y hasta mediterráneos. Arpa, cuatro y maracas, bandola, violines y mariachis. Los más sonados cantantes de música llanera, preferidos por el dueño, desfilaban por aquella casa donde no faltaba nada.  Asimismo,  tríos, duetos, y hasta un requinto que cantaba de tal manera que, sin verlo en persona, ni un veterano lo hubiese distinguido de Julio Jaramillo y que desapareció de forma repentina y misteriosa después de una noche que la señora de la Miraluna le oyó cantar El buque fantasma y como desquiciada puso un cojín a los pies del hombre y se arrodilló y cantaron hasta casi el amanecer, ignorando los llamados del marido: «Morrocoyita, ya está bueno, ya es hora de dormir», a pesar de que ya sabía lo mucho que le disgustaba que la nombrara con ese remoquete de morrocoyita, no por esos animalitos que al fin y al cabo, le había dicho varias veces, son simples criaturas cumpliendo con su naturaleza, sino por la evocación que proferida por  ese hombre la palabrita tenía. El misterioso desaparecido se llamaba Juanchito Vásquez, sobrino de Carmelo, el colombiano amansador de caballos. Había nacido en Valledupar y más tarde se había mudado con su madre a Medellín. Por los caminos verdes del Arauca había pasado en una chalana a Venezuela, para buscar fama en Caracas, en donde, le habían asegurado, tendría éxito con su arte musical. «A la mujer de Fernández Tapia nadie le calienta la oreja ni le pone un dedo encima. Antes que nada me le cortan las ñemas a ese huevón, y después no se olviden de echarle tierra en la boca, ustedes saben, pa que no les vean en los ojos al muerto», les ordenó Macho Amargo al tuerto Estupiñán y al otro bandido que por un dineral acabaron con la hermosura de Juanchito Vásquez…

 

EN EL BAILE

Publicado en Revista País de Papel. Nº 3
Mérida-Venezuela, 2014

Al día siguiente  cuando Mari-Concha  vio al hijo que dio a luz entre  tinieblas, porque en su choza de cañabrava ni un cabo de vela encontramos para alumbrar el alumbramiento, le fue imposible suprimir el grito de pavor que durante nueve meses y a la macha había venido  reprimiendo.  Con la luz del sol se convenció de no haber parido una criatura como para amamantar y besar. Mamaba como un becerro dándole topetones que desgarraban sus pezones y los dejaban  sangrantes.  Ni  qué ver con sus dos pequeños hermanos que habían nacido bonitos y con gestación  tan apacible  que  daba hasta lástima parirlos.

Era el único que no era de su marido que tampoco ya  era suyo. Lo concibió en una noche de parranda, de joropos, contrapunteos y galerones, cuando el sol agonizante  se despedía entre la polvareda sacudida por las alpargatas de los lugareños que bailaban impetuosos  la celebración de un casorio.

El mozo que insistente la miraba con cara de desamparo era un forastero nunca visto en aquellos descampados.  Recostado a un horcón todos parecían ignorarlo. No vimos que nadie le conversara y tampoco él se interesaba en conversar con nadie. Mari-Concha  se restregó los ojos para aclarar su visión y cerciorarse  de  no estar soñando.  Forzándose  a mirar hacia otros parajes intentaba evadir el encuentro de sus ojos con los que tan fijo la miraban, pero tropezaban indeclinablemente.

Desde el instante de su llegada olfateó un aroma fascinante que sin duda provenía de aquel fuereño llegado sabe Dios de dónde, porque su pinta y modales no cuadraban con la usanza  de aquellos predios. Irradiaba el forastero un halo perturbador. Sintió entonces Mari-Concha como si el hombre la jalara con amarras  invisibles  de las que no se podía desatar, y arrebatada de turbación se le acerca embobada sin dejar de mirarlo. Él la prensó entre sus brazos y se dispusieron al baile.  

Engarzada  por la cintura  iniciaron una danza majestuosa y por vez primera se sintió la mujer más guapa y feliz, no  la deslucida abandonada del arriero que se fue con otra más joven para que las demás se rieran de ella, malnacidas,  ni la  que se partía el lomo en el río lavando canastadas de ropa ajena con las manos desolladas a punta de blanquear manteles con lejía. Entre los brazos de ese hombre fue la soberana de un cuento lejano que oímos leer a otra niña mientras su madre limpiaba las caballerizas en una casa del pueblo.

Bailando en cabriolas con su camisón esponjado la va sacando del caney hasta dejar atrás el rebulicio que alpargateaba al compás enloquecido de las maracas y el arpa.  Joropeando  sin tregua  la fue llevando en retroceso hacia el establo,  encajándola de bruces entre la canoa de comer  las vacas. El ronco mugido de los animales retirándose en estampida no fue escuchado por nadie. En la oscuridad no le fue posible ver lo que sentía. Habiéndole parecido el bailarín más bien de aspecto delicado, ahora se transfiguraba  en descomunal musculatura que volcado en potencia feroz  desgarraba sus entrañas con terribles embestidas.  Bajo el peso bestial corrió como una ola gloriosa  por los aires para finalmente  arrojarse en el légamo de un  placer doloroso que le arrancó un enorme alarido, y se tornó fétida la fragancia que la trastornó en el baile.  

Desde esa noche Mari-Concha sintió como un corazón de res palpitándole en el vientre.  Ebria de repugnancia y pavor acude a una comadrona con la esperanza de que  alguna pócima  la salvara de lo que ya era  un nido de ratones  royéndola sin clemencia. Pero no sólo no le creyó el cuento la comadrona sino que le espetó su  reprimenda: desde que te conozco, Mari-Concha, solo sabes decir embustes.  Siempre andas con algún invento raro y viendo espantos en cualquier sombra del camino. Qué baile, chica, qué casorio, qué forastero ni qué ocho cuartos. Hace añales que por estos montes no hay ni siquiera un remedio. Ah mujer pa disparatera.

Con la luz del sol examinó con más detalle Mari-Concha a la criatura  que dio a luz entre tinieblas.  Los ojos de murciélago, muy abiertos, la miraban penetrantes cuando pensaba en algo para desaparecerlo, y la boca demasiado gruesa ya acusaba el gesto de burla que había de tener para siempre. Su desconcierto mayor fue constatar que, pese a los baños diarios con jabón de olor y agua de romero, en el recién nacido persistía  un fuerte olor a orines de rata. Todos los niños tienen su olor, nos decía y nos repetía, jieden un poquito a algo, como a pollito o a gatico remojado... ¿pero a orines de rata?, ¡zape!  Entonces esta vez acude a otra experta. Tonta yo, nos decía, cómo no se me ocurrió ir con ella desde el primer momento en vez de ir a suplicarle a esa otra torpe rezongona.  

Cuando  la mujer toma al chiquillo en sus brazos vimos que casi lo suelta al suelo por el  latigazo que, dijo, sintió en la espina dorsal. Pero ella era una veterana en eso de vencer fuerzas oscuras y romper sortilegios. Preparó entonces una cocción con varios aditamentos para bañarlo, agua recogida del cruce de dos ríos, una cruz de ramo bendito, hojas de mastranto, clavelito sabanero, tres granos de sal, una pizca  de mierdita de gato y otra más grandecita de zamuro rey. Tres días hirvió  a fuego lento el cocimiento en una paila hasta quedar reducido a un medio litro de menjurje espeso y negruzco que había de ser repartido en tres baños sucesivos, durante los cuales daba el chiquillo espantosos berridos que nos hacía parar los pelos de punta. Después del tercer baño a la hechicera le pareció que el pequeño demontre comenzaba a tener un poquito de olor a gente, pero a los demás no nos pareció lo mismo.

Al mes de nacida la funesta criatura murieron los otros dos niños súbitamente. Se le clavó entonces a Mari-Concha la fuerte corazonada de que ella sería la próxima. Miró al fondo de sus ojos, pese a todo,  en pos de al menos un hilito de ternura, ansiosa de una emoción maternal, y la estremeció lo que vio; vio el espantoso corazón del crimen y palpitantes las vísceras del mal, muchedumbres ensangrentadas, ríos de sanguaza y desesperanza. Mi Dios. Se aprestó de inmediato a sofocarlo con la cobija. No quiero que nadie me culpe de nada, gritaba estrujándose los cabellos, que mis ojos no vean los enjambres de ofendidos buscándolo hasta debajo de las piedras para con sus guadañas filudas degollarlo y mis oídos no oigan los escarnios cuando le griten maldito malnacido, sabandija ponzoñosa, hijo de siete leches, porque eso será lo menos que le dirán. Pero su corazón de madre la exhortó a desistir del intento, y las manos temblorosas soltaron la cobija al suelo.

Antes del amanecer lo dejó durmiendo en el chinchorro con la puerta del rancho abierta y huyó lejos con el primer canoero que pasó por el Caipe. Nadie más subió a la barca durante el largo trayecto. Callada y sin pensamientos Mari-Concha reparte su mirada entre las aguas, la vegetación tupida de las riberas y la espalda  sudorosa del barquero, que remaba también en silencio. Al final de una larga travesía sobre selváticos ríos de honduras formidables, en un delta desolado bajó de la barca al anochecer para dirigirse a casa de un pariente en un fundo cercano. Descendió con dificultad, desfallecida de hambre y ardiendo de fiebre. Al pagarle el viaje al barquero le miró el rostro y se le  frenó el corazón; vio que le sonreía triunfante el mismo forastero del baile.  

Al día siguiente, cuando la encontramos agonizante entre los troncos podridos de un recodo del río, apenas le alcanzó el aliento para contarnos el suceso hasta el momento en que se le frenó el corazón por el forastero del baile. Corrimos luego hacia el rancho con la firme disposición de que a nosotros no nos temblarían las manos como  a ella, ni se nos caería la cobija al suelo como a ella, pero ya no había nadie en el rancho.



 

SUR

La puerta de mi casa mira siempre al Sur,
donde las aguas escurren a morir,
y los pájaros caen como ceniza.

Oigo el  seco crujir de los geranios 
por  el  silbido que baja de las nubes.

Vivo solamente si me dueles,
si ardes como antorcha entre mi carne.

Ríos que braman siempre al Sur.
Siempre al Sur,
hacia donde la puerta de mi casa mira.

(Otros puntos cardinales. AEM, 2006)

 

VELO
 
A María Dolores Gonzáles-Hocevar

Que ande yo como ahora
sin las venas palpitando;
sin un hilo de voz
entre este bosque de alaridos.

Yo, que durante siglos velo
el ronco sonido de la noche,
he mirado con estos pobres ojos  
el llanto mudo del parto de las perras,
y la orfandad de cuanto habita
bajo el cielo arrodillado.

Yo, que yazgo sobre tierra fría
oyendo caer la ceniza de los muertos,
me pierdo a las cuatro de la tarde
en sopores estivales 
y siento  una enorme punzada
al  recordarte.

(Otros puntos cardinales. AEM, 2006)

 

SUBLEVACIÓN

A  Pepe Barroeta

Has hecho mis ojos para mirar la nada,
mi lengua incapaz de pronunciarte,
mis oídos sordos a la sinfonía de las esferas.
Abro la puerta por donde salió la ausencia:
los árboles gritan su caída;
las piedras, su silencio.
Los corazones golpean furiosos en los pechos afanados,
y un alcatraz vigila el eco de su corazón dormido.
Mi alma delgada de tristeza se subleva.
Clama en el áspero color  de los desiertos,
en el grueso sabor  de la tiniebla.
Como yo aquel día
has puesto un silbido en el roto corazón de la calandria,
y un nidal secreto en cada bosque de la Tierra.
Desde esta tierra querida de la muerte
lenguaradas  se alzan en busca de tu nombre.
Callado el cielo  oscurece  herbolarios tropicales,
borrando de tristeza ciertas tardes,
aquella esquina no mirada.
Por ti los lirios cayeron de rodillas
y una barca ligera se arriesga en profundidades marinas.
En la tarde postrera regresas una nube a la niña que juega con  zafiros.

(Otros puntos cardinales. AEM, 2006)

 

 

LA YERBA DE LAS ROSAS

Despido sin duelo los festines.
Un aplauso sacude los huesos de  mis manos,
las  que retiran la yerba de las rosas
y tiemblan  al rumor de los clamores 
maldiciendo al  colmillo  enrojecido
que muerde el dolor de los corderos.
Manos para  siembras afanadas,
para tantear oleadas de palomas
que olvidadas de nidos y algodones
muy lejos se alejan arrullando.

(Revista Palabra Abierta, Nº 1, 2009)

 

 

PORFÍA

Dijo un día que no invitara a nadie a nuestra casa. 
Alguien terminaría escribiéndonos un cuento en el corazón,
poniendo en él una canción,
susurrando en él, 
porfiando en él.
No escuché nada.
Ahora un piélago separa nuestras casas.

En los potreros solos  crecen los abrojos cada vez más altos
y plantas  que  despiden al sol de las ventanas. 
Las soleras del techo son pasto de termitas;
un polvillo de madera  
hace un montón sobre la cama
donde  sólo duerme bajo las cobijas 
el recuerdo de una canción
que alguien musitó en el corazón,
cuchicheando en él,
porfiando en él.

(Revista Faceta Nº 30, Ibagué-Colombia, 2008)