Bedmar,
Jaén, España. Poeta, escritora y promotora cultural, residenciada en Madrid. Se graduó de Maestra Nacional y después de Abogada, profesión que ha ejercido por más de cinco lustros. Es Mediadora porque, según sus propias palabras, “cree profundamente en la capacidad de los seres humanos para solucionar sus propios conflictos sin necesidad de que alguien crea saber sobre ellos más que Ellos mismos”. Es miembro del equipo docente de la Universidad Internacional de Andalucía y de la Universidad Nacional de Educación a Distancia UNED de España.Fundadora y Directora del Foro Literario “Iceberg nocturno”, promovió el I Encuentro Internacional de Literatura Virtual, celebrado en Puerto Rico, en la Universidad de Mayagüez en 2007.

Ha publicado varios libros de poesía y narrativa, entre los que se destacan: “Mágina Mágica, Cuchicheos y Patrañas” (relatos) 2005; “Ellas: manual uterino para machos en celo” (relatos), 2007; “Preseas y tumbagas” (poesía) 2008; “El corazón del Chimborazo” (poesía) 2010; “Mi delirio sobre el Chimborazo” (Poesía) 2010, único texto poético que como tal, se le reconoce a Simón Bolívar, y “Recuerdo de una tarde” (poesía) 2011. Su poesía trasciende con originalidad visionaria y con un vigoroso y a la vez dulce ritmo lírico; sus versos, a veces evocan la poesía de García Lorca, Miguel Hernández y León Felipe, y también la de José Ángel Buesa y Walt Withman Ha sido premiada en varios concursos literarios y su obra poética y narrativa ha sido incluida en varias antologías de España y el exterior, tales como: II Antología de Narrativa. Relatos de humor sin extrema-unción (Mérida, Venezuela) 2006; VI Antología de “Sensibilidades de oro” (Galicia, España) 2005; “Desvelados” (Madrid, España) 2002. Participante en Foros Nacionales e Internacionales y en Encuentros de Poesía y Literatura en Venezuela, Argentina, Colombia, Puerto Rico, Portugal y España. Pertenece a varios grupos literarios de Madrid, Marbella y Málaga. Sus últimas intervenciones como invitada especial fue en la Reunión de Sociedades Bolivarianas de Caracas (Venezuela) en Abril 2010, donde presentó el Poemario “El corazón del Chimborazo”. Y en Colombia, con la presentación en distintas ciudades del Libro “Búsquedas y Encuentros” Poemas a seis voces; Edit. Caza de Libros (Colombia).


CONTACTO:
gaviola_aznaitin@yahoo.es
www.Magina-Magica.es

OBRA LITERARIA:

Desvelados  (Madrid, Editorial Fuentetaja, 2001) “Mágina Mágica, Cuchicheos y Patrañas” (relatos) 2005; , y en  la Antología de Oro Sensibilidades (Alternativa Editorial, Madrid/Galicia, 2005); También en la II Antología de Narrativa de la Asociación de Escritores de Mérida-Venezuela: “Relatos de humor sin extrema-unción” (Mérida, AEM / Consejo Nacional de la Cultura, 2005); “Ellas: manual uterino para machos en celo” (relatos), 2007; “Preseas y tumbagas” (poesía) 2008; “El corazón del Chimborazo” (poesía) 2010; “Mi delirio sobre el Chimborazo” (Poesía) 2010, único texto poético que como tal, se le reconoce a Simón Bolívar, y “Recuerdo de una tarde” (poesía) 2011.

 

Nostalgia de los desasosiegos

 

 

JUEGO PELIGROSO


No fue una enfermedad repentina.
Ni una muerte fulminante.
Los síntomas hicieron previsible el fatídico final.
Primero fueron pequeñísimas miserias, imperceptibles desaires, insignificantes desencuentros, mínimos desprecios, miradas cargadas de súbitos rencores desmandados. Luego, aquellos arrebatos excesivos que los dejaban a ambos abatidos y exhaustos. El cansancio fue llegando perezosamente, con sus bolsillos llenos de apatía, de tristeza…, de resignación frente a la seguridad desencantada.

Finalmente, les ganó por la mano la zambullida total en mutismos larguísimos que dejaron su huella en un embotamiento de dolor que se retorcía dentro de sus cuerpos sin acabar de morir, pero que ambos, poco a poco, con tiento preciosista, y con un empeño desusado, consiguieron anestesiar en lo más profundo de alguna leve y vacía esperanza, arraigada en una obtusa supervivencia con la fecha de caducidad impresa en cada esquina de lo que fueron.
Después del estrepitoso portazo en la puerta de su despacho, se fueron clausurando otras habitaciones hasta que todo quedó en silencio, como si las puertas fueran mordazas.
O sudarios.

Fueron ellos como sombras; como dos comparecencias ausentes; como transparencias conviviendo en la misma casa, en la que ya sólo se aproximaban el uno al otro a la distancia mínima de la hora de la cena, dispensados de hablarse por la misericordia del hipnótico ruido del televisor.

Siempre me he preguntado qué extrañas amarras los mantiene atados a una mesa de juego sin tapete. ¿Por qué será que siempre nos empeñamos en seguir jugando cuando la partida parece acabada y ya no nos quedan más fichas que apostar? ¿Será por aquello de que jugar de farol con los últimos céntimos que rebuscamos desesperadamente en lo más hondo de los bolsillos es como pedir turno para dar la última boqueada antes de perecer?
Los viejos no juegan con fuego —se decía ella–, tratando de apagarse y apagar sus pisadas, cuando pasaba por delante de la cerrada puerta del despacho de él, desde la que no llegaba ni el más mínimo murmullo.

Hasta que, como si estuviera poniéndose a prueba, al borde del precipicio de sí misma, inició un juego peligroso, y le envió aquel e-mail en el que, tachando la palabra “recuerdos”, le hablaba de eventuales futuros, de puertas entreabiertas, y de una cercanía gregaria, espesa, apretujada y urgente.
No esperaba respuesta.

Entablar conversación con desconocidos tiene demasiados riesgos.
Y ellos ¡eran ya tan desconocidos…!
Sin embargo, le respondió. Pero en su mensaje se leían más cautelas que fe, aunque ella se empeñara en ver lo que parecía ser una mínima luz mortecina en su forma imperativa: Dime —le decía—,  ¿cómo poder creer lo que viene de una persona incapaz de decir, o de sonreír, o de dibujar en forma de caricia sobre una piel ávida, aquello que escribe escondida detrás de una pantalla…?
Nada más recibir su mensaje, salió de su habitación sin hacer ruido. Pero vio que la puerta de su despacho seguía cerrada y regresó a sus tareas.

A la hora de la cena, se cruzaron sin que se cruzaran sus ojos. Era lo habitual. Total, tampoco había pasado nada con la suficiente entidad como para romper lo pactado durante tantos años de silencio.

Se hizo costumbre ese cruzarse correos que fueron escapándose de su control para hacerse cada vez más íntimos, más cómplices, más intensos… Más… menos suyos.
Simplemente, estaban jugando.

Hasta que, sin saber muy bien cómo había pasado, llegaron a una alarmante situación de urgencias insostenibles.
Caminaban por la casa como fantasmas perseguidos por las prisas. Apenas se dedicaban ya ni el mínimo tiempo suficiente para apurar el último bocado de la cena. Como dos posesos engullían alimentos sin calentar; se atragantaban con el último sorbo de vino algo ácido, ansiosos de terminar el obligado rito de cebar sus estómagos, para escabullirse hacia sus computadoras, buscando con desasosiego un mensaje al que responder con otro nuevo, en el que el espejuelo del amor trasnochado parecía un recién nacido pataleando de hambre, una pavesa levantando el vuelo de entre las cenizas.

…Un brillo de inquietantes escamas entre el humedal de los dedos, después de haber arrojado al mar algún pez muerto, incapaz de aprovecharse de la frescura del aire por falta de pulmones.
Se sorprendió ella cada vez más a menudo tratando de rehacerse del golpeteo inesperado de su corazón cuando aparecía en la pantalla uno de los mensajes, y deseó con toda su alma descubrir en él una señal que hablara el mismo idioma de inesperadas turbulencias.

Para entonces, Él se estaba haciendo algo descuidado, hasta el extremo de dejar entornada la puerta de su despacho; esa que siempre había mantenido cerrada para que no diera portazos.
Durante los escasos minutos que duraban ahora sus cenas, espió ella en la obstinación de los ojos de él, clavados hasta hacía poco en un televisor encubridor de recalcitrantes mutismos, y pudo ver cómo su mirada vagaba insegura, camino de otra mirada que no acababa de encontrar entre la escoria que el despecho y el miedo habían ido escombrando en las retinas de la mujer. Veía con inquietud cómo el viejo rictus de hostilidad de la cara del hombre se iba deshaciendo ahora en una suave línea ascendente, semejante a una sonrisa cargada de algo parecido a la ternura que, en algunos momentos fugaces, se transfiguraba en apasionada enajenación. Como si, cuando la miraba de soslayo, estuviera embriagándose en el fantasmal perfume de una rival.
Y sintió unos celos lacerantes.
No había otra salida: o ella o Ella.

Lo que quedaba de ella empezó a sentir un miedo sordo cuando comenzó a sospechar que en Él ya no quedaba nada de él; nada que pudiera devolverle siquiera fueran aquellos últimos años de narcótico silencio. Pero lo que definitivamente la llenó de pánico fue comprender que ella, su vieja, segura y envolvente “ella”, estaba perdiéndose en el laberinto de un capullo de seda mal hilada; se estaba disolviendo en la incertidumbre de otro cruce de caminos perplejos, en los que el sol arreciaba como en los viejos veranos, justamente cuando a su sombrilla empezaba a rompérsele la tela y a saltársele las varillas.

Volvió sus ojos suplicantes hacia el recuerdo de tantas puertas atrancadas a golpe de cerrojo porque le producía vértigo asomarme al vacío. Era tan arriesgado arrinconar sus dos retorcidos bastones y empezar a andar de nuevo, cuando la confianza estaba tan malherida y las fuerzas eran tan escasas…

Unos intrusos desconocidos, un Ella y un Él que saltaban por encima de sus redentores resentimientos, los estaban colonizando.  ¿Qué iba a ser de ella, de él, de aquella casa que quisieron levantar, con un yeso que se había secado y endurecido antes de darles tiempo siquiera a revocar la fachada?
Aquella noche ella se retrasó leyendo por enésima vez su último y apasionado mensaje. Y lo contestó irreverentemente, a borbotones, desviando los lodos de viejos temporales hacia atanores en desuso, y vaciando sobre una acequia cavada a cielo abierto toda el agua retenida por represas que se le figuraban ya insostenibles.

Esperó unos segundos; y, cuando le llegó la confirmación de su lectura, se lavó las manos y se dispuso para la cena.
Nada más llegar a la mesa, se dio cuenta de que el refectorio había cambiado. Él ya estaba sentado, dueño y señor de unos ojos que la recibieron desafiantes; pero, sorprendentemente, el televisor estaba mudo, lo que hizo que su voz llegara a los oídos de ella con reverberaciones de catástrofe.

—Tenemos que hablar.
—¿No es mejor dejarlo como está? Contestó insegura, tratando de aferrarse al último madero de su viejo buque de carga que hacía aguas hundiéndose sin el más mínimo rumor.
—¡No! (¡Era tan rotunda su voz y tanto el miedo de ella…!).
—Hay otra mujer. Lo que dijo no era una pregunta, sino una afirmación, sabiendo de antemano la respuesta del hombre.
—Tú sabes bien que sí. Hay otra. Una antigua conocida con la que he vuelto a encontrarme, y a la que no quiero perder –le dijo mientras separaba suavemente la silla hacia atrás dejando claro que esa noche no cenaría. Ya no tenía hambre.

Al salir, se volvió, y la tocó con la mirada, arrancando un espasmo sobre la superficie de la piel de los olvidos.
—Perdona, tengo que ir a poner un e-mail. Lo oyó requebrar a su desasosiego, antes de desaparecer camino de su despacho. Y confío     —siguió diciendo— en que tu retraso en bajar a cenar esté justificado, y ahora encuentre esa respuesta sin la que ya no sabría vivir.

Antes de desaparecer, dejando a su espalda un reguero de augurios, le guiñó un ojo que no le pertenecía, robado sin duda del viejo retrato de novios que le había mandado desde aquel lejano campamento del “lo siento, amor mío, tengo-que-hacer-la-mili…”.
Se quedó allí sentada, intentando no oír el grito líquido con que sus ojos coreaban su último duelo para los funerales por el viejo amor muerto de desgaste.

Luego, al recordar lo que le había escrito antes de la cena, le acometió un aturdimiento que creía ya olvidado.
Definitivamente, la elección se hacía inminente: o ella o Ella.
No pudo evitarlo.

Se levantó despacio, dejando abandonada sobre su silla de la cocina la toquilla de una cena caducada; a fin de cuentas, eran sólo harapos que de tanto enjabonarlos sin miramientos habían acabado por perder el apresto. Y ella, su rival, no la necesitaría. Estaba muerta.

Desde la puerta entreabierta de su despacho le llegaba el apasionante golpeteo del teclado.
Acarició la dura y fresca piedra del escalón de la cancela por la que tantos fantasmas habían entrado y salido durante los últimos años; entró en el dormitorio y esperó despierta, con la luz apagada, segura de que aquella noche ya no tendría que permanecer alerta tratando de oír el picaporte para cerrar los ojos y hacerse la dormida.

La puerta estaba abierta de par en par, para dejar pasar el aire de una noche en la que no iban a necesitar fallebas oxidadas.
Y Ella estaba despierta.
…Después de tantos años.

 


CARACAS

 ¡Caracas!
Y por fin en Caracas
esta ciudad ahíta de sí misma
que baja de los montes despeñándose
devorando su propia arquitectura
con vuelo de zamuros avizor.

Caracas
flanqueada y 
ceñida
por urgencias de hambre
¡Cerros!
envueltos en su costra de pobreza
más pobre que lo pobre…

Ranchitos
ápices de un babel contemporáneo,
laberintos caóticos, oblicuos,
donde se hereda el barro insatisfecho
en las alfarerías de una miseria
que nunca fue indigente.

Caracas
de sinuosas carnes de ladrillo
desnudo
ubres hueras, agrias, falsificadas
turgentes y promiscuas,
amante para efebos pordioseros
que mendigan atracos de farola
y cócteles de tránsito
hacia una muerte vil y limosnera
junto a los albañales. 

Un “carro-limusina” me adelanta
con sus interminables arrumacos.

¡Absurda y paradójica Caracas!

  Hay también –me lo contó un taxista-
  ¡Lomas!
con tres o cuatro casas y con flores. 

¡Y colinas!
mágica entonación de la fortuna
con una sola casa
en medio de praderas inmortales
quizás… sin paraíso.

(Pero esos son chismes de taxistas)

 Y por fin en Caracas
en un 20 de Abril de luna llena.

Tal perece
que el Caribe tuviera lunas llenas
de repuesto
para cada viaje que imagino.

(El otro fue boricuo, coquí, puertorriqueño;
cuando la luna llena de Noviembre).

Aquí en Caracas
la luna llena es aquella misma luna
mediterránea y grande
pero más aromática, más húmeda.
Quizá un poco más alta.

Las Mujeres Poetas me llevaron
cuesta arriba, camino de la noche
y pude ver como si el Universo
(escrito con mayúsculas)
hubiera enloquecido
deslizando hacia el valle las estrellas
derramándolas
en todas direcciones.

¡Caracas superpuesta!

 Caracas sospechosa de amores imposibles
con el sueño fatal del Chimborazo
redoblando el adobe
de casas centenarias y vencidas. 

Caracas cautelosa
como una TierraVirgen ilustre y callejera
viciosa y linajuda 
entre sus cumbres.
Embozada.

¡Mantuana!

Allí arriba
(hacia la Cota-1000)
se empeñaban los ojos
-se empañaban los ojos-
en sombras de estupor
mientras Caracas
ahíta de sí misma
enviciada
en la fragilidad pueril de su lujuria
al alcance de todos los bolsillos
copulaba cocuyos vacilantes,
azarosos, minúsculos.

Esporádicos.
Mínimos.
Y yo en Caracas.

  Caracas. En un 20 de Abril de 2008.

 

 

HOY QUIERO HABLAROS DE MIJUANI

Fue allá, por “los años del hambre”. Aquellos que siguieron a la Guerra Civil, en los que nada había que echarse a la boca que no fuera el odio de los vencidos –que fueron todos, porque en una guerra civil no hay vencedores-, y el miedo de los vencedores –que no fueron otros que los tristísimos supervivientes al espanto de matarse para siempre en malquerencias recurrentes.

MiJuani había nacido en mitad de aquella guerra y, como nuestro Pueblo, por uno más de los irracionales destinos, estaba en una de las zonas de “los-sin-Dios”, sus padres no la cristianaron, -no fuera que los Milicianos les tomaran ojeriza por meapilas y "les dieran el paseo[1]"- . Ni tampoco la inscribieron en ningún Registro Público. -¿Para qué?, se dirían sus padres mientras se morían de hambre, pensando que la criatura no les sobreviviría lo suficiente como para tener que pedir una partida de nacimiento ni acreditar que había existido-.

Por no tener, MiJuani no tuvo ni papeles[2].

Lo cierto y verdad es que, en efecto, sus padres murieron de hambre. De hambre física y miserable, de hambre de no tener ya ni una mala yerba con que distraer la saliva porque el campo estaba arrasado por manos y bocas más urgentes, más hambrientas y más madrugadoras: los salteadores que se echaron al monte para no fenecer malamente.

Murieron de Hambre con mayúsculas.

Pero MiJuani siguió viva. Sobrevivió, -no sabría decir cómo- a aquella hambruna que en un solo mes se llevó a sus padres a la tumba y a su único hermano, varón y mozalbete, al ejército, como voluntario, para poder al menos comer la imposible bazofia de un rancho diario. El hermano no volvió nunca del ejército; allí, durante años, entre dianas sin florear e instrucciones destructoras, siempre tocaban a fajina[3] antes de que la retreta[4] le desconsolara al mozo la memoria de que a lo mejor su hermanilla, abandonada a su suerte en el Pueblo, pudiera con suerte terminar con sus hambres aquella misma noche.

Fue por entonces cuando mi Abuela se enteró de que “Las-de-Auxilio-Social” se iban a llevar a LaJuanilla, -MiJuani- a un hospicio de Jaén o de Madrid, -yo no me puedo acordar porque aún no estaba-. Se la llevaban "por caridad", porque, “¿...qué iba a hacer una criaturita de cinco años sin familia ninguna que mirara por ella, que no fuera pedir de puerta en puerta, arrastrando una talega en la que recoger los mendrugos del poco pan duro que, por enflorecido[5], se desechaba en las casas más pudientes; o alargar con su escuálido bracillo una lata de Dios sabe qué procedencia, con el asa estañada, para que le echaran el aceite mil veces refrito, sobrante de los fogones? ¡Y eso, sin contar que algún repijotero no la preñara en mitad de una era, en cuantico se hiciera mujer y se convirtiera en un pendón sin hombre propio!”.

Mi Abuela, que maldecía de los hospicios sabe Dios por qué, la mandó recoger en su cortijo y, durante las largas temporadas que ella pasaba en Madrid, devolviéndole a su “muerto en Paracuellos” todas las lágrimas que él le había dado de balde y al contado en vida, la dejaba al cuidado –y al servicio- de los Caseros.

Así fue como MiJuani, apenas con seis años, aprendió, a ser criada de quienes tenían el privilegio de ser, a su vez, criados fijos de cortijo con vergel propio, y poder comerse unas gachas con nabo sin tener que vérselas cara a cara con la miseria, ni tener que esperar ­desesperados- a que los seleccionaran con su dedo extendido los manijeros de los cortijos, que iban de madrugada a la plaza del pueblo a buscar mano de obra temporera para el tajo de un día, entre los oscuros parados comidos por la necesidad, que se amontonaban al amanecer en la plaza, esperando tener la fortuna de que ese día los empleara algún “amo”.

Por entonces, mi Madre se casó. Y mi Abuela le traspasó a Mi Juani que, con sus bracillos de siete años (arriba o abajo; porque nunca supimos bien en qué año habría nacido la “sin-papeles”) apenas puso ser niñera mía, pero compartió conmigo algún puche que otro del engrudo de agua y harina tostada que era todo lo que había para las papillas de los recién nacidos.

Cuatro años más tarde nacería mi segunda Hermana; y a ésta sí que pudo ya MiJuani acarrearla mal que bien como una madre enana. Aún recuerdo cómo arrastraba hasta los pies de MiJuani aquel capote gris de paño basto con que envolvían a la criatura.

Para cuando nació la tercera, MiJuani tenía dos años más de penas, un corazón tocado en mitad de sus válvulas por tempraneras fiebres reumáticas, y la suerte de que mi Padre se hubiera cansado de semejante prole de hembras. Así fue cómo desterraron del dormitorio conyugal los llantos nocturnos de mi Hermana pequeña que pasó a formar parte inseparable de las noches infantiles de MiJuani. Uña y carne fueron mi Hermana y ella; como si quien la hubiera parido no fuera mi Madre sino MiJuani.

Crecimos las cuatro juntas, como hermanas de leche, teja y plato, (aunque cada quien en su sitio, como se estilaba entonces); triscamos juntas, nos peleamos y nos abrazamos en una fidelidad de “señoritas-criada” sin distingos y, cada tarde, desaprendíamos, a peñonazo limpio por las eras del Pelotar, en mitad de la escuela callejera y pueblerina, lo que las Monjas nos enseñaban a mis hermanas y a mí junto a pupitres sin brasero y altares de los asfixiantes meses de Mayo del Venid-y-vamos-todos.

Hasta que pasó lo que tenía que pasar: la muerte nos separó a los vivos y nos arrancó del Pueblo camino de un Colegio donde acabar de olvidar la infancia cerril y sin cautelas.

Mis hermanas al Norte. Yo al Centro de esta España, como ración doble de separamientos huérfanos. Sólo las larguísimas noches en el tren, camino de los Colegios, nos sirvieron de consuelo.

Fue cuando murió mi Padre de repente, sin previo aviso –yo no había cumplido los catorce años-, y nos mandaron a mis hermanas y a mí internas a los Colegios, desgajándonos a las cuatro.

Entonces, MiJuani dispuso de su corazón agotado y de su querencia de niñas chicas de tal manera que mi Madre no tuvo otra opción que enviarla con mis hermanas al Colegio para que no le diera un torozón de ausencias mal llevadas, mientras La Grande, que era yo, aprendía las primeras soledades y abandonos que luego han sido el sino de mi vida. Eso sí: una vez más se establecieron las fronteras invisibles de la cuna: mis Hermanas ocuparon los helados dormitorios colectivos de SeñoritasInternas, y MiJuani una cama de latón en las habitaciones del servicio, en la parte más alta del Colegio de Zaragoza.

Un día, regresamos de los estudios, ellas por su lado y yo por el mío, como si no nos conociéramos. Habían sido varios los años de separación, en colegios distintos y en alejamientos de irrecuperables metamorfosis adolescentes, quebradas por los kilómetros. Así fue cómo aprendí que lo que se separa en la infancia se quiebra para siempre dejando una lejanía amarguísima y eterna entre los ojos.

Por entonces, MiJuani me retiró el tuteo y me convirtió en LaSeñorita; porque -como me dijo con no muy buenos modos- si yo “no tenía el talento de saber que cuando se aprobaba ”la-reválida-esa” se tenía el título de “doña”, allí estaba ella para meterme en vereda y enseñarme maneras”. Fue una de las muchísimas lecciones que me enseñó MiJuani: “Señorita: si usted no se tiene un respeto, por mucho que le cueste imponérselo a los más cerriles, no reclame que el personal se lo dispense de fia’o, teniendo como tiene menos talento y menos tino que el que usted debiera tener por su linaje”.

MiJuani fue una filósofa analfabeta, que malamente se enseñó a leer y a escribir en mi primera escuela nocturna, mirando de reojo las libretas de las otras mujeres, cuando yo era ya MaestraNacional de adultos y ella mi fiel acompañante en aquel barrio de extrarradio en el que empecé a ejercer.

Pero, por encima de cualquier otra cosa, MiJuani se entendió con mi Madre durante toda una vida como su verdadera hija, mientras nosotras hacíamos orado de nuestro propio destino por caminos alejados. Hasta que nos fuimos de casa para siempre.

Juntas vivieron, y soportaron soledades las dos juntas, hasta que mi Madre murió.

Desde entonces, desde que mi Madre murió, MiJuani ya no se hallaba. Se le había muerto SuSeñora, la única con la que tuvo un arrimo en aquellos larguísimos días de invierno, en que nosotras nos íbamos a la escuela y ella y SuSeñora se quedaban esperándonos junto a la chimenea en el Pueblo; o cuando nos fuimos a nuestras propias casas dejándolas a las dos solas, como dos viejas prematuras que hubieran aprendido del silencio la maestría de hablarse con los ojos. Mi Madre fue la única que abrazó a MiJuani como a una hija parida a destiempo. La única con la que compartió soledades de vejez abandonada y silenciosa.

La única que, tardíamente, cuando MiJuani ya no podía dormir en una cama porque se ahogaba, y dormía en una silla a los pies de la cama de SuSeñora, la convenció de remendarse el corazón en un quirófano, para alargarle malamente la vida, sin darse cuenta de que con ello la condenaba a tener que llorarle a Ella la muerte anticipada en lugar de poder emprender juntas el camino de ida sin vuelta.

Algunas noches, después de aquello de los quirófanos y de los remiendos en carne viva, cuando ya mi Madre se había ido por el camino de siempre, llegué a dormir en la misma habitación de MiJuani y, en mitad de la noche, mientras escuchábamos el murmullo metálico de sus válvulas, me aturdía con el resignado y alegre senequismo de sus sentencias:

-¿Lo escucha usted, Señorita…? ¿No es verdad, Señorita, que este tintineo de mi corazón nos hace “compaña”? Eso es que MiSeñora parece que se hubiera olvidado un cascabel dentro de mis entrañas para contarme el tiempo que nos queda para juntarnos otra vez…

De nada han servido los remiendos de marcapasos y costurones. MiJuani tenía cada vez más prisa por reunirse con SuSeñora.

Y esta madrugada, no ha querido esperar más; como si quisiera recordar aquellos trenes de nuestra infancia, se ha subido al último vagón, al vagón de cola de este último día de Abril, y se ha ido con Ella, con SuSeñora, sin tener el miramiento de convidarnos al viaje ni a mis Hermanas ni a mi.

¡Te me has muerto, Hermana, entre dos luces, como un viejo tren de carga que llega jadeando a su destino!

*

¡Lástima! ¡Qué poco me he aprovechado de tu elemental sabiduría para amar!

¡Y cuánto te he querido durante este largísimo y efímero viaje!

*

¿Gracias, JuaniMía, por tu último regalo: Por fin estoy llorando desconsoladamente, como no lo hacía desde hace años a pesar del dolor acumulado en estos tiempos de alargada soledad silenciosa.

* * *

 

A MI JUANI, QUE MURIÓ DE MADRUGADA

Curtida como estaba en tu sosiego
-o a que tu palabra se escondiera
detrás de cualquier puerta, o dormitara
debajo de la cama cautelosa,
o llegara de lejos por un cable…-
no me hago al silencio repentino.

No me hago a la nada de no oírte.

Tu corazón cansado de metales
de válvulas, de yerros y de penas
se fue desconectando de la vida
sin demasiada prisa, con sigilo.

Te lo dije. Y no me hiciste caso:
Abril es mes de flores. Y morirse
en un mes florecido es un abuso
aunque tú tengas prisa por llegar
y yo miedo a perderme en soledades...

Y te me has muerto, Hermana, entre dos luces,
igual que un tren de carga fatigado
de acarrear dolores florecidos
que llega a su destino jadeante.
Voy a segar la lengua de las flores
y a llenarte con flores el silencio.