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Una bruja embrujada

 

 

Era una bruja con desparpajo
que usaba guantes de renacuajo.

Tomaba té con mermelada
y comía galletas muy bien tostadas.

Por las mañanas leía los diarios
y tempranito se iba al trabajo.

No usaba escobas ni altos sombreros,
sino autos caros, buenos pañuelos
y zapatillas de fino cuero,
cerros de trajes, pieles y abrigos
que no cubrieran su hermoso ombligo.

Tenía corceles, grandes mansiones,
con trenes, yates y seis aviones.
Casas de cambio tuvo a montones
y en cada Banco diez mil acciones.

Cincuenta haciendas de buen ganado
vacas de ordeño en los pastizales
y largas cuadras de platanales.

Nunca sabía de hechizos malos.
No hacía la magia… Ningún brebajo.

Y a los apuestos chicos del barrio
los imantaba de arriba a abajo…

Todas las noches
Iba a las tascas y discotecas
fumando puros de alta etiqueta.

Y en cada fiesta
–la astuta bruja–

bebía su whisky de data añeja.

Esta brujilla tan embrujada
que de hacendosa no tenía nada,
tuvo al servicio de sus poderes
treinta mujeres que eran esclavas:
fregaban pisos, lavaban baños
y hacían las camas,
mientras brujilda, feliz roncaba.

 


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