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Daciel Pérez
Nació en Tinaco, Cojedes, Venezuela, en 1986. Es estudiante de Contaduría Pública, promotor de lectura, voluntario de la Plataforma del Libro y la Lectura, y miembro de la recién conformada Red de Escritores, Capítulo Cojedes. Posee inédito el libro de cuentos Inducciones desde el banquillo.
Contacto: perezdaciel@gmail.com
AURIGA
¡Preparen! Ordenaba la agreste voz sobre los veinte, al tiempo que rompía con la pereza de la tarde. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalando al hombre de espaldas al muro bermellón. ¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo, batiendo el cuerpo contra la tosquedad del suelo. Sólo el calor se cotejaba con tan detestable escena. El albor de la tarde se hizo más intenso y la sangre de aquel hombre se expandía vertiginosamente llegando hasta donde me encontraba extenuado.
Sin noción alguna me encontraba en este aborrecible lugar, olores almizclados y sulfurosos lo inundaban, así como escombros monumentales que se interponían en mi búsqueda de horizonte alguno, los gritos y sus ecos jugaban con mis oídos en un vaivén insoportable. El dolor fue copando lentamente cada célula de mi humanidad, las náuseas vaciaron mi estómago; la sangre seguía expandiéndose infinitamente y tras ella la oscuridad. Pronto la sangre se convirtió en cenizas y luego en polvo, a la oscuridad no se le escapó nada, cerré los ojos con la esperanza de despertar.
Seguía allí extenuado, en el esfuerzo de recordar el dolor transgredía mi cuerpo progresivamente, impidiéndome escapar de mi agnosia. La luz se hizo, sorprendiéndome exactamente en el mismo lugar donde presencié la grotesca escena, caminé a través de la inclemencia del calor con los pedregosos centinelas a mi alrededor. Miré mi reloj, eran las 3:15 pm. ¿Por qué se me hacía familiar la hora? Algo sólido
truncó mi andar, era el muro bermellón, intenté esquivarlo bordeándole, pero si me desplazaba tantos pasos hacia la derecha o la izquierda seguía encontrándome a la misma distancia como si no hubiese avanzado nada; pensé en saltar o escalar el mismo, intempestivamente el muro creció haciéndome sentir al tamaño de una nimia hormiga. Sin duda alguna era el fin del camino.
Al dar media vuelta, veintiún seres de aspecto sepulcral emergían de la tierra, todos menos uno, fusil al hombro; ¡Preparen! Ordenaba el de la agreste voz sobre los veinte rostros putrefactos. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalándome, mientras me retorcía internamente en una mueca de horror, plantado sin poder moverme. ¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo batiendo mi cuerpo contra el tosco suelo. Mi sangre se expandió trayendo con ella la oscuridad, los gritos se hicieron presentes, el dolor no dejó cuartel.
La luz me sorprende nuevamente en el mismo lugar, el hostigamiento y el dolor son partes inexecrables de mí. ¿Qué me trajo a este sitio? En mi reloj son las 3:15 p.m. Tras un insufrible intento vienen a mí las palabras del Caronte cuando pagué con el óbolo correspondiente:
“Al cruzar las puertas –me dijo– te enfrentarás a tu infierno personal, un laberinto que sólo a través de la autoexpiación que proviene del recuerdo podrás encontrar salida”
Me es tan doloroso recordar, la conciencia me flagela sin tregua. Vuelven a emerger el muro bermellón y los veintiún seres, la agreste voz rompe el silencio, mi cuerpo vuelve a caer abatido sobre la tosquedad del suelo…
COLLAGE DE UN INSOMNE
La casa abría sus puertas para recibir a la mujer, ya estaba al corriente de su aroma y acento particular; intimaban en un juego de espejos y facciones, pleno en vaivenes y gemidos leves, conmoviendo los cimientos, a la vez que descubrían una juventud perdida.
Todo ello es parte del ayer, hoy la casa es más profunda, extraña de sus pieles ha decidido aletargarse en la
erosión de los muros, sólo aquella mujer de acento particular podrá florecerla como ningún otro alarife puede.
La noche es una muerte segura, más aun cuando el espacio vacío de la cama espera por ella. Desde el balcón contemplo una lejanía que se resiste al exilio y un patio que nunca estuvo allí, es ahora en la nostalgia que valoro las tardes, allí sentados al amparo de las ramas del viejo olmo dialogábamos en torno a la eternidad, a lo metafísico, a la irónica historia y la caprichosa literatura. Ese árbol resquebrajadizo a la orilla del muro me recuerda a un ser despreciable que contempla su vida esfumarse en la ojeras que cada mañana le detalla el espejo.
Ella tenía treinta y tres años y dicen que sufrió por mi causa, expiaba mis penas con su goce y comprensión, lamentablemente sólo su recuerdo que cabalga sobre las olas del olvido es lo que tengo a mano, algunas fotos y uno que otro objeto que alimenta cierto fetiche con vaho de ansias.
Hay ruidos de pasos sigilosos trepando por las paredes y moviéndose entre los pasillos, tal vez son voces que llegan de paisajes pasados, así como las risas bajo el amparo de las sabanas y su lengua en mi paladar sorbiendo el alba, acompañada de un ¡Te quiero más que a mi vida!, al que le seguían exigencias recíprocas por pedacitos de amor y un supuesto “juramento eterno”; como si fuese posible condensar la eternidad entre dos miradas…
Mis ojos se resisten a su palpable ausencia, aún espero que esa mujer vire su cuello inquieto por simple casualidad y consiga mi sonrisa anhelando la trampa de su mirada. Es absurdo, pero los sueños se van cuando a ellos les da la gana. Estos largos pasillos van perdiendo objetos. ¿Será que emigraron con ella, o un ente extraño los sustrae? A ciencia cierta a la casa le va quedando únicamente el destello de la luna que la invade atravesando las ventanas.
Una fuerza extraña me toma por las muñecas, debo defenderme, pero en mi estado la muerte siempre es bienvenida, aunque vuelvo en mí por la imagen de sus rulos descansando sobre mi pecho en vigilia, reacomodándome en la esperanza de que cruce las puertas que siempre la han esperado.
El invasor es más vigoroso, soy un inútil en medio de la noche contra la incertidumbre, mi cuerpo es sacudido sin
misericordia contra el espacio, de mis entrañas brota un grito que corta la noche en dos, surgen entonces ciertas objeciones de quien me arremete más convenientes a un espectáculo de circo que a la contemplación del vejamen y la violencia. No tengo más refugio que la añoranza del regreso de esa mujer.
Este piso húmedo con sus malezas me hacen recordar que nunca la tuve (ni yo mismo fui dueño de mi vida), doy gracias por el disfrute entre nuestros brazos, piernas y labios. El gallo eclosiona su canto y hace recordar que es la hora propicia para las caricias entre los cuerpos vencidos. Eso ya no es posible, esta sangre que corre por debajo de mi cuerpo y lo distante que ahora se encuentra el balcón, me es suficiente para saber que no veré jamás a la mujer cruzar las puertas que anhelantes esperan su acento que evapora las heridas. Como el olmo me desplomo entre aires de impotencia.
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