Daniel Arella



Nació en Caracas, Venezuela, el 2 de julio de 1988. Cursa actualmente la carrera de Letras, Mención Literatura hispanoamericana y venezolana, en la Universidad de Los Andes (Mérida-Venezuela). Es Co-fundador del nuevo grupo literario “Arovertiente” de la ciudad de Mérida, quienes han organizado y promovido varios recitales y eventos en librerías e instituciones culturales del estado.
Publicó sus primeros poemas cuando contaba con 12 años, en el diario escolar “Tirisuy” de la Escuela Bolivariana Martha González, Municipio Cardenal quintero (Sto. Domingo, Mérida). En su paso por la educación secundaria publicó varios poemas, cuentos y artículos en el Periódico mensual “Las Luces del Mañana”, de la U.E Colegio José Felix Ribas en Ejido (Mérida), donde fue merecedor de algunos premios de poesía y otros de ensayo. En el apartado literario de los sábados, del diario “Pico Bolívar” (Mérida) publicaron una página completa con una muestra de sus poemas, como también algunos artículos de opinión. Ha participado en algunos recitales como en el 4to Mundial de Poesía 2007, organizado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, junto a reconocidos poetas del estado, el 1 de junio 2006, en la Hacienda el Pilar de Ejido, dentro del Festival de Poesía en honor a Gerardo Mancera. Igualmente aparece publicado un poema de mi autoría en la antología del 4to Festival Mundial de Poesía, del Ministerio del Poder Popular para la Cultura.

Contacto: darellaniel@gmail.com

Obra literaria: Desde muy niña, en diversas oportunidades sus cuentos fueron publicados por la Escritora Inés de Cuevas en la página literaria: “Con los niños” del diario Frontera (Mérida 1996-1997). Tiene publicado el libro: Cuentos de la niña Soñadora (Mérida Instituto Merideño de la Cultura (IMC)/Cuadernos Artesanales de jóvenes autores, 2002). Sus cuentos fueron publicados en la Antología Magia Literaria II (Mérida, Fundalea /Cenal, 2006).

 



SECUELAS DE LA VIGILIA


La secreción de mi exorcismo junto a la espera de la visión: confluyen en un amasijo de atrocidades vertiginosas: un ascensor con senos recitando el canto blindado de las vorágines, al tiempo que la pareja invernal descendía a sus faenas. La ondina escupiendo, sin tregua, mi espina dorsal por los ojos; y el centauro, con su paso de arena, eyacula sobre mis laureles.

El deseo de sorber el flujo de la luz se ha vuelto insoportable en estos días. Pero todo depende de la nitidez del destierro, o la desorbitación ocular desacostumbrada. Tal vez sea el espectro visto desde el catalejo en la llaga, o el prisma mordisqueado por un alud mal vestido. Todo depende, en buena parte, del tipo de salitre con que los aborígenes de mis ojeras se untan el alma, para acabar con sus vidas con el océano en cero.

 


EL CIRUJANO DE LOS ABISMOS


Llegó una noche de octubre, como si nada hubiese pasado. Apareció en el umbral de mi cuarto muy tranquilo, saturado de circunvalaciones, y con los hombros erectos como riscos. Carne náutica arrastrándose, estela de azul pétreo, escamas motrices derritiéndolo todo. Espirales que luchan con lo eterno para decir lo mismo. Vacuidad inherente a la presencia. Fallece el destello salobre en la mirada, su mirada que se abrevia, así como un cilindro blanco diminuto: la fuga blanda de la nada.

En su última visita, —mucho antes de haber sido arrecife— él vino a humillar mi sigilo, la pausa atravesada entre mis dos cejas. En cambio, esta vez me miró con la pupila fija al fondo de su pelambre, molusca y antigua; con una advertencia de duermevela, sacudió el estancamiento que me habitaba. Mi soledad empezó por desnudarse máscara adentro, y yo con mi voluntad enferma, levanté el iris de mis ojos como un tembloroso papagayo.

Y así fui retornando al arco de la acechanza. En los pies de aquel ser —si acaso era posible llamarlo así— un unicornio tragado por gusanos se revolvía, suplicando mis ojos; y un bosque tupido de grutas, y pájaros que araban con su vuelo una calma violeta. Rápidamente resolví lamer su asquerosa cicatriz, como quien acaricia el ala de un ángel después de un éxtasis profundo. En su rostro, la cicatriz serpenteaba como entre surcos coralinos, mimetizándose con el salitre de sus facciones remotas.

En ese instante una extraña repulsión me inundó, y solté la casa de mis manos. Y se hizo el silencio. (Un vapor rosado salía de su boca como un enjambre telúrico). Y después todo se detuvo. Por vez primera comprendí mi labor como cirujano de los abismos.

Al fondo un canto de gaviotas sangraba, y en mis ojos aullaba el mar en contra.

 


CUADERNOS ERRANTES


Sentado y volando, con su melena enmarañada de ensueños y sus ojos sepultados en los sótanos del cielo.
Los cuadernos palpitan, palpitan y palpitan y se contraen, y golpean, retorciéndose… como una bestia endemoniada descuartizando la noche con sus dientes.
Una ola gigante que se alza del Leteo para inundar el alma de los condenados.
Son cuadernos exorcizados, en vano, miles de veces desgarrados por los zarpazos paganos de una legión exiliada de hienas.
Sofocado bajo la sombra de la mirada materna huyó lejos, hasta donde las bibliotecas arden hasta la orgía de los cielos desbordando de luz la inmensidad del verso y adornando la corona de su Reina con despojos de eternidad.

 


EL ROSTRO DEL MAGO


Ya no podré ser feliz como solía ser antes; ya no, ya no, no como antes, tan inmensamente feliz, cuando no miraba detrás de los hombros, a cada momento, como hago yo ahora, para comprobar en vano si las alas, volvieron de su largo viaje.

Cuando reía a carcajadas desbocadas con los inventos de papá.

Cuando el hombrecito del saco me traía la vigilia con un lazo.

Cuando mi fe, únicamente moraba, dentro de un castillo de aire.

Pluma de trapo a dónde te has ido, dime, anda dime, o dame una señal, sólo una, clava una huella fugaz en mi ojos de arena, (Haz de mi vida un único mapa) Ángel levantado una vez de la calle, ¿te acuerdas de las manos, o de la calle?.

¿En qué cielos furtivos desapareciste cuando los vientos te confundieron?

¿En qué mares gloriosos te hundiste, no te dije yo tantas veces que no nadaras todavía?.

Que esperaras al viento de alas doradas, al delfín con la voz dormida.

Que siguieras jugando sin esconderte.

Por qué ya no hablamos como solíamos hacerlo tantas veces, sobre el pasillo frío de granito, hasta que llegara Tomasso de sabana grande, con el mazo de cartas oliendo a salsa de espagueti, y me secara con su toalla verde mi cabeza mojada, y me ensañara a silbar como él, y me dijera que si ya tenía novia, que me entonara una canción en italiano.

Nunca olvidaré su aroma, —Tomasso, ahora estás solo como yo— su aroma que era una mezcla a queso rancio, a periódico dulce, y alfombra mojada de agrio vino: la fragancia más maravillosa del mundo.

¿Por qué no me seguiste comprando los cisnes de chocolate?.

¿Por qué no me seguiste preguntando las capitales mientras, dentro del metro?

¿Por qué ya no te pregunto nada, por qué ya no me respondes de una vez sin mediadores, sin ambigüedades?

¿Por qué paso más tiempo dentro de una torre de libros, que a tu lado?

Marcia, dime dónde estás para regalarte otro peluche.

¿Por qué ya no quiero ser bombero, o futbolista, o astronauta, o paleontólogo, o detective, o el pegaso del cuento, o el médico de los árboles, o el pájaro inmenso que se coló una vez en mis sueños?

Dime tú perseverante, con las inclemencias del olvido, por qué necesitas de mí una lágrima solitaria para que tu rostro aparezca de pronto.

Qué hacemos ahora que Rocolate dejó de despedirse con su diminuta nariz cuando me iba al colegio, que la risueña algarabía de Ismary dejó de empalagar la siesta de papá,
que las melancólicas lágrimas de Fabiola ya no volverán a humedecer mis sueños por la noche, que ya la bruja no me pellizca tan fuerte, que un gran abrazo, ya dejó de ser mi refugio.

Ya no son las mismas manos que agarran las estrellas por las alas.

¿Por qué no apareces, como antes, desde el fondo del espejo?

¿Por qué ya no lloro al ver a un pájaro muerto, al ver un árbol tumbado en el suelo, con sus brazos colgando, por qué ya no lloro, por qué el no llorar es más fuerte?

Gran mago adónde vamos ahora, adónde vamos ahora… que ya todos se han ido, que no volverán, que se escondieron muy bien detrás de los tanques azules, en donde toqué el cielo temblando, una vez “¡Salgan de ahí!”, decía mamá, se pueden hacer daño, jueguen donde yo los vea… y la pequeña Andrea salía corriendo, y yo me quedaba solo, solo, mirando la ausencia palpitar.

Ya no podré ser feliz como solía ser antes; tan inmensamente feliz: como la pequeña luciérnaga cree, que con su luz está incendiando la noche.