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Coelho Fabían
Nació en Caracas, Venezuela, en 1985. Actualmente estudia en Escuela de Letras, de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes (Mérida). Ha participado en lo Talleres de Narrativa de la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la ULA (DAES) con el Profesor Enrique Plata. Obtuvo el Primer Premio en el Concurso Anual, de Cuentos, 2006, de la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Universidad de Los Andes (DAES), con el cuento: La hondura del pozo. Tiene en preparación su primer libro de cuentos.
Contacto: fabiancoelhocastro@gmail.com
LA HONDURA DEL POZO
Y miró en su mano aquello que ya parecía apenas una sombra del lejano suceso, esa tierrita perturbadora, ese reclamo que en todo momento le hacía la vida. Y por un momento viajó al pasado y escarbó en su honda memoria, porque él sabía que para quien había sido vencido por el olvido, recordar era un pesar necesario. Rememoró como quien ve una fotografía aquellos lejanos días en que no necesitaba llevar la cuenta de los años ni saber qué día preciso de la semana era. Subió el ancla y se lanzó a ese constante naufragio de su memoria.
Vio frente a él la quebrada serpenteante que se derramaba con furia de aguacero por aquel cauce pedregoso del que emergían como panzas las rocas blancas y pulidas; vio el pozo en el que una pequeña cascada de no más de cinco o seis metros de altura vertía su torrente espumoso. Escuchó, pues siempre que recordaba le venían voces del pasado, las risotadas que alegraban la confluencia de los murmullos de la quebrada y del bosque. Se vio, entonces, a sí, y miró sus manos limpias y frágiles de mozuelo, y su piel blanda y lampiña de la que sobresalían apenas unas menudas costillas de su cuerpo delgado de no más de una década.
Oyó la agitación de los árboles, el batirse de las ramas, y el susurro de las hojas, y miró el cielo, un cielo encapotado y cenizáceo, y recordó las palabras que su abuelo le profirió en una ocasión antes de que muriera, cuando, posando sus manos ásperas minadas de callos de agricultor sobre su hombro desnudo, le dijo proféticamente: estos vientos fríos traen agua, se les puede oler la humedad desde aquí, y esas nubes de allá –señalando el cielo– están cargadas. A este paso también vamos a perder las cosechas de este año. Las lluvias, mijo, pueden ser una bendición o una desgracia. Pero estas huelen a desgracia. Al año siguiente murió el abuelo de pobreza, dicen.
Él volvió a la escena y escuchó las risotadas que bañaban esa tarde gris. Caminó hacia el pozo y se sumergió en el frío caudal hasta que las aguas le llegaron al cuello. De pronto un trueno inundó de ecos el bosque, y silenció por un momento risotadas y corriente y golpe de cascada, y los cinco intercambiaron miradas de pánico entre sí. Cuando llovía no se podía salir del bosque, en aquel momento todos se sintieron prisioneros.
Andrés detuvo la bola que volaba de mano en mano por el aire y dijo que debían regresar. Pero todos con una valentía absurda lo tildaron de gallina y le dieron continuidad al juego de pelota. Andrés se la lanzó a Juan, pero Pedro la interceptó, luego José, montado en una roca pidió que se la tiraran, para atajarla brincó de la roca y cayó en vertical en el pozo nuevamente. Tardó un segundo en emerger y después apareció, con una sonrisa de satisfacción por la acrobacia hecha de entre las onduladas aguas, y le arrojó la esfera inmediatamente a Luis, quien la tomó con una seguridad de experto con una sola mano y dijo, Andrés tiene razón. Puede que llueva. Deberíamos regresar. Pero Pedro, con una seriedad desafiante los exhortó a todos a no irse del sitio hasta caída la noche.
Hasta ahí aquello. Levantó una piedra del suelo, la limpió, y la lanzó hacia el pozo. Hizo un sonido de "glub" al hundirse, y unas lágrimas tibias se le asomaron con timidez por la comisura del ojo. Miró luego la roca más alta, aquella que usaban como trampolín para lanzarse al pozo, y vio en ella esa límpida mancha de sangre que persistía en el tiempo. Su memoria era a momentos una retrospección despiadada que no descuidaba detalles, y por si pasara, su entorno mágico, cargado de espejismos y fantasmas, no tardaba en recordárselos.
Su vida, desde aquella tarde de la infancia, se parecía, a su vez, a aquel pozo que a cada momento oscurecía más, que cada día se ahondaba más, pues el torrente de la cascada que golpeaba el fondo parecía cavar siempre más abajo, y las rocas estáticas con su tono mate y con esa superficie pulida y resbalosa se mantenían allí, apenas erosionadas, como sus recuerdos. Y por ese pequeño sector de esa quebrada que descendía de las montañas, transitaban a diario galones de agua fría, ansiosos de llegar al mar, su destino inexorable, tal como la vejez para los hombres es un ocaso retardado que espera su noche, así también las moléculas de agua se retiran al mar.
Y la pelota lo salpicó de agua con su caída, y aún inquieta, la recogió de la superficie acuosa donde se mantenía flotando. De cerca se desgañitaba Juan: Luis, pásala. Él se la lanzó, y mientras los aires acariciaban la faz esférica de la pelota, otro trueno más desgarrador que el anterior hizo temblar el mundo, y en el corazón de todos se albergó el miedo como un huésped indeseable, excepto en el de Pedro, el más pendenciero, y quien sería el primero en irse.
Ahora todo se acelera, el miedo toma las riendas del pulso, y la respiración se agita a su merced. Todo se tiñe gris y como ligeras agujas caen las gotas heladas que hieren delicadamente las pieles juveniles de todos. Ahora Andrés, ya en pánico, va recordando los sermones y consejos de su madre y las historias trágicas de su padre de cuando la quebrada crecía y los caminos del bosque se obstruían por el lodazal, y va saliendo del pozo con actitud de marcharse.
Ahora todo ennegrece y adentro de Pedro el vigor pendenciero se acrecienta mientras revive en su subconsciente una antigua disputa familiar con los deudos de Andrés. Y ¡qué te pasa imbécil!, soltó, hecho un demonio, de su boca, y saltó del pozo hasta donde estaba Andrés, apretó los puños y se cuadró frente a él en posición de ataque. Andrés, en defensa, tomó una piedra mientras escuchaba a Pedro gritarle que los caballeros no se arman. Fue lo último que dijo antes de que una roca filosa de un palmo se le incrustara como un cuchillo entre las cejas y le hiciera torcer los ojos y desplomarse sin perder aun la ridícula pose de boxeador en guardia. Andrés, que miraba atónito el resultado de esa mezcla de ira y miedo que habitó su cuerpo por segundos, se llevó las manos a la cabeza mientras se ponía de cuclillas con cara de aún no poder creerlo.
Todos fueron a ver a Pedro, todos menos Andrés que permanecía pasmado, estaba asustado, temeroso, y como el niño que era, lloraba por la tragedia. Conforme a esto las aguas de la quebrada embravecían, y de entre el grupito que rodeaba a Pedro alguien tomó la secreta decisión de vengar su muerte.
Andrés, en medio de su perplejidad, alcanzó a captar algo, y como advertido por un ente sobrenatural, se puso de pie, tomó dos piedras más, e inició su huida trepando por las rocas que elevaban la cascada, pues, como todos, sabía que ese camino, el que bordea la quebrada cien metros arriba hasta la confluencia con otra quebrada, es el único transitable a esa hora menguada de la tarde con una lluvia apremiante.
Andrés, en su escapada, tiró hacia atrás, para que no lo alcanzaran, las dos piedras que había cogido, y se trepó con una habilidad de mono hasta la cima de la cascada, pero cuando llegó a la roca más elevada, de la que se tiraban en clavado al pozo, una piedra lanzada por alguno de los tres niños que estaban abajo le dio en la cabeza. Andrés resbaló, por un segundo quedó de rodillas, y cuando intentó pararse para aprestarse a correr volvió a resbalar y esta vez su nuca golpeó de lleno en una saliente de la roca y una tinta purpúrea la cubrió toda hasta que la crecida de la quebrada la lavó y
echó el cadáver de Andrés al fondo del pozo, de donde nunca volvió a emerger.
Ese niño nadando con una cicatriz en la cabeza lo miraba con inquietante recelo, y a cada parpadeo se desvanecía. Él observaba cómo articulaba injurias sin emitir sonido alguno. Sus ojos pardos lo escrutaban con resentimiento y de vez en cuando lo apuntaba con un dedo y brotaba de su rostro infantil una diabólica sonrisa.
Era Andrés, y él, hacía años se había acostumbrado a su fantasma que rondaba por los pasillos oscuros donde el silencio era como un silbido en los oídos, en los ríos lo veía a veces sentado en una roca, la más grande del lugar generalmente, o nadando en la orilla de una playa. Es por eso que no volvió nunca a entrarse al agua en un balneario o a nadar en el mar, porque sabía que entre las cosas que articulaban los labios de Andrés, estaba dicho que si se metía al agua de nuevo en su vida lo ahogaría, y ya una vez había pasado un susto, pues en algún lugar del fondo de un río se le trabó el pie, y de no ser por su hijo mayor que lo rescató, no estaría vivo. Las pirañas –también le increpaba Andrés–, yo soy las pirañas. Pero no era temor lo que sentía, después de años en el reformatorio y una frustrada incursión en un monasterio de una orden poco conocida, aprendió a superar los miedos y a sentir un respeto atrevido por esos fantasmas de su niñez.
Y el cuerpo de Pedro sostenido por sus brazos flacos y otros dos pares de brazos similares, era llevado como en una lúgubre procesión de mediodía hasta el cauce de la quebrada que lo arrastró cuesta abajo hasta desintegrarlo por completo. Llegó al mar en trocitos –le gustaba pensar– y alimentó a cientos de peces, en ellos habita, de algún modo sustancial, para él, el espíritu físico de su compañero de andadas. Al mar –pensaba– irá con una sonrisa y renacerá en los peces, y José y Juan lo miraban con extrañeza, como se mira a un loco. Él los ignoraba. Y, en medio de su más profundo luto, trataba de ser indiferente a la suciedad de sus manos, a la tierrita que perduraba de una piedra lanzada con acierto a la nuca de un prófugo. Él sonreía como poseído, como enajenado, y José y Juan se empezaron a alejar con pasos cada vez más largos. Había que salir del bosque a toda prisa. Llovía ya a cántaros, el temblor interno del suelo provocado por la crecida de la quebrada se acentuaba conforme oscurecía. La noche se espesaba y la negrura ciega del bosque parecía a cada minuto una maraña más y más tenebrosa de la cual nunca lograrían escapar José y Juan.
Pasaron diez, doce minutos de caminata y la densidad de la noche, que no anunciaba luna, se convertía en un enemigo para los nervios. El miedo cercaba dentro de los corazones de cada uno las emociones. El bosque parecía interminable e irreconocible, y luego de caminar por varios minutos tenían la sensación de volver al mismo sitio una y otra vez, como si su recorrido describiera un círculo ineluctable, laberíntico. Juan y José, en algún momento se hallaron perdidos en medio del chaparrón nocturno, y Luis, dejado ya atrás, seguía sonriendo, pensando en el mar y en su amigo Pedro, como abandonado a una suerte de demencia momentánea, y limpiándose incesantemente la tierrita, esa tierrita calumniosa que lo ensuciaba. Ya se había olvidado de Juan y de José, había borrado sus existencias, y se sentía solo en el bosque, como un hombre primitivo que se esconde de algún terror en la anonimia de la nocturnidad.
Cuando volvió la mirada escuchó pasos que se aproximaban, eran muy seguidos y estaban delante de él. Vio cómo trituraban, una a una, las hojas caídas de los árboles unos entes invisibles que se alejaban de él, como huyendo. No era la primera vez que al estar solitario y contemplativo lo sacaban bruscamente de sus reflexiones unas pisadas que pasaban alejándose con rapidez. Afortunadamente, sólo ocurría esto una vez a la semana o al mes, pero siempre que percibía los pasos de los caminantes invisibles, recordaba con culposa melancolía cómo se apostó a un lado del camino, con una sonrisa trémula de satisfacción, a verlos pasar una y otra vez por el mismo lugar sin advertirles nada, hasta que en una de esas no los volvió a sentir y dos alaridos desgarradores que se extendieron por las montañas le justificaron su eterna pérdida. Eso recordaba una vez más como tantas otras mientras el crujir de las hojas se volvía lejano e imperceptible.
Y escampó y el temblor del suelo disminuyó y Luis, recogido sobre sí mismo se dispuso a dormir recostado del tronco áspero de un árbol. La noche, por momentos, caía en una blancura fantasmal, era la neblina que descendía de las cumbres montañosas y convertía la noche en una pálida estrechez. Luis, a ratos, abría los ojos, escrutaba su derredor con cierto temor a encontrarse con lo inesperado y luego volvía a sumirse en el sueño. Cada vez que despertaba era para ver si alguno de sus amigos estaba cerca, y después de chequear su condición de abandono irremediable trataba otra vez de sacudirse esa tierrita, ese sucio de la mano, hasta que entendió que se le había adherido del mismo modo que una mancha o un lunar pretenden estar de por vida en la piel.
Busca en su bolsillo la cajetilla de cigarrillos, saca uno, lo enciende y aspira con veteranía con los ojos entornados, mientras lo atenaza entre su pulgar e índice. Mira una vez más a su alrededor para convencerse de que todo sigue igual que antes. Mete la cajetilla en un bolsillo, y del otro saca un recorte amarillento de prensa doblado en pliegues cuadrados, en el que va apareciendo conforme lo va desdoblando, la forma de una columna encabezada por el título La hondura del pozo. Tiene fecha del 30 de noviembre del año de 1954, y narra "... la historia de Luis Velásquez, único sobreviviente de la misteriosa desaparición de otros cuatro niños: Andrés Carrero, Juan Guzmán, Pedro Zuloaga y José Álvarez, a quienes no volvió a ver desde que, hace días, fueron a nadar al pozo de La Cuchilla, en el cauce de la quebrada Santisteban. El pequeño Luis dice no recordar nada desde que empezó la lluvia, pues asegura haber recibido un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente por horas, y al despertar, a la mañana siguiente, se encontró solo en medio del bosque. Los campesinos de la zona piensan que puede tratarse de una antigua maldición que echó hace más de dos décadas un cura sobre ese mismo pozo, donde, se dice, se le apareció el diablo...".
Luis vuelve a replegar el recorte y lo guarda en su bolsillo. Tira la colilla del cigarrillo al suelo y la pisa para adormecer la brasa con su pie. Se mira la mano sucia de tierrita y por un segundo vuelve su mirada al pozo sobre el que se derrama la cascada para saborear el momento una vez más antes de iniciar su camino de vuelta, que año tras año recorre desde hace cincuenta años para hacer la ceremonia de no olvidar nunca a los otros cuatro niños que “desaparecieron” aquella noche de noviembre bajo un aguacero torrencial.
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