Miranda Emilia



Nació en Caracas, Venezuela 1985. Estudió su diversificado en la Escuela Técnica Industrial “Manuel Antonio Pulido Méndez” mención Construcción Civil. Actualmente cursa el sexto semestre en la Escuela de Letras, mención Lenguas y Literatura Hispanoamericana y Venezolana, Facultad de Humanidades y Educación, Universidad de los Andes ULA. Actualmente se desempeña como preparadora en el área de investigación de Literatura Infantil, en el Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres”. Participó en el Taller de Creación Narrativa, con el escritor Enrique Palta, organizado por la Dirección de Asuntos Estudiantiles, Universidad de Los Andes, Mérida 2005. Con el cuento “El Cóndor” recibió Mención de Honor en el Concurso Binacional de Cuentos Argentina-Venezuela, “Cuentos para niños”, en honor a don Rómulo Gallegos (Buenos Aires, Sociedad Argentina de Escritores/ Biblioteca Juan Madea, 2002). Participó en el Taller de Expresión Literaria en Literatura Infantil, con la escritora Mireya Tabuas (Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Abril-Diciembre 2006). Recibió el Primer Premio de Narrativa en el Concurso convocado por la Dirección de Asuntos Estudiantiles (DAES) de la Universidad de Los Andes (Mérida, 2007) con el cuento Como sardina en lata.

Contacto: emicmiranda@gmail.com

Obra literaria: Desde muy niña, en diversas oportunidades sus cuentos fueron publicados por la Escritora Inés de Cuevas en la página literaria: “Con los niños” del diario Frontera (Mérida 1996-1997). Tiene publicado el libro: Cuentos de la niña Soñadora (Mérida Instituto Merideño de la Cultura (IMC)/Cuadernos Artesanales de jóvenes autores, 2002). Sus cuentos fueron publicados en la Antología Magia Literaria II (Mérida, Fundalea /Cenal, 2006).

 



COMO SARDINA EN LATA


Y así comienza un nuevo día, seis de la mañana, suena el despertador (un poco descompuesto, con un tono quebrado debido a la mala sincronización de mis movimientos matutinos) y me digo: “cinco minutos más”, pero recuerdo todas las cosas que tengo que hacer antes de ir al trabajo ¡y me levanto, de un solo salto! Antes de que llegue el remordimiento por no haber dormido un poco más, me meto a la ducha sin pensarlo mucho. Un fuerte corrientazo acalambra mi espalda, signo claro de que se acabó el gas o, se me olvidó pagarlo, así que mi baño no es ni lo placentero, ni dura lo que había esperado.

Al enjabonarme, con un diminuto trozo de jabón, me doy cuenta que debo afeitarme: pronto seré lo más cercano a un guerrillero de los años sesenta; ya no tengo espuma de afeitar y comienzo, en un intento fallido, a buscar con qué afeitarme ¡Bingo crema dental!, aunque no resultó una buena idea. Llega la hora en que mi estómago hace un intento supremo de ser el soprano de una orquesta, así que voy a la nevera y veo una nota de mi madre que dice: “Te quiero, cuídate y LLÁMAME” en grande y resaltado junto con una serie de acotaciones y consejos que nunca cumplo a cabalidad. Un poco más abajo, la factura del gas, busco la fecha de vencimiento, hace dos semanas. Reviso el refrigerador y de lo poco que hay, vencido, ¿Qué clase de persona soy? Alguien de 25 años que vive solo, con una madre a miles de kilómetros dedicada a sus nietos y una hermana, de la cual sólo sé por medio de la contestadora. Busco una corbata que combine con la última camisa planchada. Me miro al espejo y creo que es la misma que he usado desde hace tres días, pero si sigo en la indecisión llegaré tarde al trabajo. ¡Plas!, me la anudo al cuello, ahora no encuentro el par completo de medias ¿quién me va a mirar los pies? Hasta creo que una es de color verde y la otra azul. Recojo mi maletín con el porta-planos y salgo recordando que tengo que recoger la ropa sucia, pagar las facturas, buscar un plano que no encuentro en la oficina y que debe estar debajo de alguna de las chaquetas, con un poco de suerte y no debajo de un plato en el que comí pasta la semana pasada y se derramó la salsa. Cuento con los minutos justos para llegar al trabajo, sin embargo, mejor corro porque en esta ciudad un segundo menos es una hora más, aunque a veces es sólo una cuestión de suerte: que una viejita se crea La Mujer Maravilla y se lance a la avenida y un conductor, por no atropellarla frene, haciendo que el de atrás también, pero el otro que viene arreglándose la corbata porque no le dio tiempo, debido a que su hijo le hizo leer algunos cuentos antes de dormir, no se entera de lo que pasa ni ve la luz del freno y ¡plas! un choque en medio de la avenida principal y allí mismo, una tranca de tres horas, y si no llega el fiscal, porque hay otro choque y otra cola. Por esta y muchas otras razones entre ellas los huecos y algún animal que sacó la licencia en una caja de cereal, decidí dejar el carro -que me regaló papá al entrar en la universidad- en el estacionamiento del edificio y tomar el metro.

Es cierto, como me dice muchas veces mi madre acerca del metro, que es peligroso, puedes tardar más, te empujan, te pisan. En ese mundo subterráneo, pasan las cosas más locas, un día, un niño, por estar viendo un mendigo con algo en la pierna, que él sólo veía en las películas que compraba su hermano mayor y le decía que era sólo maquillaje, se suelta de la mano de la madre y se hecha a llorar frenéticamente, mientras es empujado, dejando atrás el sitio exacto donde perdió a la madre. El primer mes perdí diez veces la cartera, es una locura y es imposible darte cuenta de quién te roba, porque en una hora pico todos somos uno en el metro, todos muy juntos, traspirando en la piel del otro “como sardina en lata” diría mi abuelo ¿pero qué le vamos a hacer?, así es la vida, este país es así. Hasta opté por no usar cartera y guardar mis documentos en el porta-plano.

Hace tres años me recibí de arquitecto, pero comencé a trabajar hace uno, por lo menos en mi profesión, porque esa era otra: mi padre quería que al graduarme me fuera a Italia o España a trabajar, porque aquí, taxista o vendedor de perro caliente, aunque yo no lo creía así, además en Italia o cualquier otro país, a pesar de ser hijo de Italiano siempre sería un extranjero, mejor me quedaba aquí con mi arepa y mi gente.

Al llegar a la estación del metro me dirijo en dirección a Palo Verde y espero. Hoy en especial hay más gente que de costumbre, y aquella voz portadora sólo de malas noticias anuncia por los altoparlantes un retraso en el metro en esa dirección. Al fin llega y con él toda una avalancha de gente y sin querer –juro por mi madre, que fue sin querer– le toco el culo a una muchacha, comienza a voltearse lentamente yo pienso: aquí fue, ahora se voltea poco a poco y me lanza una cachetada y me grita cuatro cosas, que todo el vagón escucha y de allí hasta que me baje, yo o ellos, me mirarán el cachete rojo y próximo a hincharse y una viejita con un bastón ¡Plas! En toda la boca del estómago –y para completar vacío pues no he comido, aunque por el golpe mejor así, porque después entonces me dirían ¡cochino!– y me dice ¡¿Pa´ qué tiene la mano?, úsela o búsquese una puta!

—Disculpa, dirección Palo Verde ¿verdad? –dijo ella al voltear

—Ajá –dije yo consternado–, ¿y la cachetada, la vieja y la puta? Era hermosa, además olía divino; sus ojos verdes, su nariz pequeñita y perfilada, su piel bronceada, su cabello largo y claro, se lo vi cuando le toque el culo sin querer ¡Lo juro!

—Hoy el metro está terrible, parece que toda Caracas estuviese aquí.

—Como sardina en lata –dije yo sin saber realmente qué decía; y en ese instante fue como si el vagón, el metro, toda Caracas, se paralizara, su sonrisa era hermosa, de hecho la más hermosa que había visto en toda mi vida, y no es que me la pase viendo sonrisas en todo el metro, es sólo que esa sonrisa aparte de no poder olvidarla era imposible de comparar, me tenía completamente blandito pero es que ella ponía blandito hasta un coco, de repente me miró con sus hermosos ojos verdes y me dijo: “¿Dónde debo quedarme para ir al Edificio de Obras Públicas” y le dije: “ Allí es donde trabajo, qué casualidad”. Volvió a sonreír y dijo: “sí, qué casualidad entonces te acompaño al trabajo”, y ¡Plas! Otra vez blandito por aquella sonrisota. Al llegar al edificio cada uno tomó rumbos distintos. En el camino supe que era arquitecta y regresaba de hacer una especialización en España, hija de extranjeros pero venezolana de pura cepa, e iba a una entrevista de trabajo en la misma empresa para la cual yo trabajaba, y nos despedimos con un ¡Suerte y que tengas un bonito día! Qué problemas podía tener aquella muchacha joven, bella, esa de seguro no tenía su casa hecha un desastre mientras yo ni siquiera a una rata llevo de visita, miles de facturas por pagar, un día de estos ¡Plas! Me cortan la luz y el propio cavernícola. No es que no tenga dinero, es sólo cuestión de tiempo.

A los pocos días me enteré que le habían dado el trabajo. Estaba a unas pocas oficinas de mí. Todos hablaban de ella aparte de hermosa, simpática y especialmente inteligente cosa que es difícil en estos días y algo más extraño sencillísima. El trébol de cuatro hojas que todos deseamos. Así fueron más seguidas las veces que nos encontramos en el metro y mucho más seguido el “te acompaño al trabajo” con esa sonrisota que ya sabemos como me ponía; después, pasaba por mi oficina para que la acompañara de regreso a casa, luego para almorzar, así que la fui viendo más y más seguido. Nuestras conversaciones variaban mucho, a veces salíamos a comer, a caminar, bajábamos a La Guaira, íbamos a la Colonia Tovar. Al pasar el tiempo mi vida fue tomando otro rumbo, conoció a mi madre quien se puso feliz, pues se disipaban las dudas sobre mi hombría, mi hermana y mis sobrinos la amaron tanto o más de lo que ya la amaba yo, mi casa tenía un poco de orden, eso era lo que le faltaba a mi vida, una mujer –antes sólo era un poco descuidado– ahora mi casa tenía ese toque femenino que le hacía falta. Unos meses después, decidimos mudarnos a un nuevo apartamento, ni el mío, ni el de ella eran lo suficientemente cómodos para ambos, las mesas, las lámparas, los materiales, mis libros, sus libros. Necesitábamos un lugar más grande. El tiempo ha pasado, llevamos 5 años juntos, no tenemos hijos pero no hay prisa, aún queda tiempo; espero seguirla viendo al otro lado de mi cama al despertar y ser ese dulce reflejo que tienen sus ojos verdes todas las mañanas. Me alegro tanto de haber sido ese hombre que ella escogió y yo de haberla esperado y no irme a lo primero que se me cruzara en el camino.

—Estación Palo Verde.

—Disculpe, esta es la última estación del metro, debe bajarse porque ahora le vamos a hacer mantenimiento está presentando una falla.

—Sí, gracias –dije yo cayendo en mi triste y ridícula realidad. ¿Dónde se había quedado aquella muchacha? Y yo como un pendejo lo único que pude decirle fue “como sardina en lata”, te la comiste pues, y ahora como el propio bolsa a regresarme dos estaciones, llegaré tarde y sin excusa alguna… porque no le diré a mi jefe que me quedé blandito cuando una mujer me comentó que toda Caracas estaba en el metro, es mucho mejor estar bajo tierra que en la calle, aparte de contaminarme con el humo de los carros, o que el carro se me dañe cada vez más con los huecos; y yo en vez de decirle otra cosa, vengo y meto la gran patota y le digo “como sardina en lata” ¡no! pero es que me gano el primer premio al pendejo del año, mejor ya no pienso nada por que me voy a lanzar al metro y sale en primera plana mañana “Pendejo se tira al metro por decirle a una mujer como sardina en lata” para ser uno más en la lista de muertos que hay todas las semanas, todos los días, todos los meses, gente y gente muerta y todavía seguimos siendo muchos y vivimos como sardinas en lata, bendita frase que mi abuelo repetía en días de apretamiento, y quedó grabada en mi memoria como la cédula. Debo confesar que tuve miedo de contarle a mi compañero de trabajo todo lo que había pasado, creo que pendejo sería una palabra muy pequeña para todo lo que podría decirme con el cuento de que es maracucho; a mi madre muchísimo menos, igual que a mi hermana, que estaba como loca buscándole primos a mis sobrinos, así que decido guardarme el secreto y llevármelo a la tumba, porque ni a un perro para desahogarme, de seguro me mordería una pierna, y al menor descuido se escaparía ¿quien seguiría viviendo con un pendejo? Pero como iba una mujer como ella, fijarse en mí, en el metro, que no es el lugar más romántico de toda Caracas. Todo el día recordando aquello como si algo fuese a cambiar.

Al día siguiente me levante temprano a recoger todas las facturas vencidas. Hasta el aire que respiro en el apartamento lo debía. Recogí la basura y me fui rumbo a la lavandería. Después de haber botado la basura y pagado las facturas compré el periódico, de seguro con tanta ropa por lavar y planchar pasaría toda la tarde allí, mi hermana llamará como de costumbre y dejará un mensaje en la contestadora, ya deben ser amigas esas dos, recuerdo que mamá me dijo “lo blanco con lo blanco, colócale suavizante a los interiores”, hasta que: “pero estos jóvenes de hoy en día, cómo muchacho loco le vas a colocar enjuague, eso es después, y tú muchachita, cloro a tu ropa rosada, pero no los enseñan en sus casas, no tiene una pizca de lógica, puro besos y sexo, ya no es como en mis tiempos, vengan acá y los enseño, si no van a quedarse sin ropa un día de estos, y con lo cara que está”. Era una señora, un poco mayor, que siempre está en la lavandería, será para que cuando yo llegue, ya que no sé nada de lavar ¡Plas! Me regañe como mi madre, una señal de que el domingo la tengo que llamar, porque el mar de lágrimas de toda la semana, llena mi apartamento, pero ¿Quién era la otra persona? Por lo visto un poquito despistada igual que yo ¡Oh! Era una chica morena, ojos negros con el cabello recogido, con una franela y una sudadera mucho más grande que ella, al mirarla justo a los ojos ¡Plas! Otra vez blandito aunque pensé que esa sensación no la sentiría de nuevo, pero ahí estaba yo de nuevo, blandito como un mango maduro.

—Hola. ¿Cómo estás? Realmente para mí todo esto de lavar es un caos –dijo ella sonriendo.

—Claro –respondí igual con una sonrisa de oreja a oreja. Quizás el metro no era el lugar más romántico, pero la lavandería era diferente. De repente una voz interna, diciendo no le digas “como sardina en lata”.