AMABELIA GALO

Si bien nació en La Plata (Argentina, 1921), y fallece el 9 de Julio de 2013. Venezolana (casi merideña) por elección propia, tiene 50 años disfrutando ese derecho. Vino a Venezuela siguiendo El soberbio Orinoco, de Julio Verne. Es autora de dos celebrados libros, uno de relatos y otro de crónica literaria, de vida y viajes por toda Venezuela y por el mundo, editado en Mérida.
 
 
OBRA LITERARIA:

Retratos en sepia (Primera edición, 1990 Editorial Torino Caracas); La tierra que nadie prometió (La Escarcha Azul, Mérida, 1998). Esta última fue escrita íntegramente en Mérida. Los dos libros fueron reeditados en 2da edición bifronte por la Asociación de Escritores de Mérida, con auspicios de la Dirección General Sectorial de Literatura, del CONAC (mayo, 2006).



 

 

 

CON MAGIA EN EL VERANO
(De Retratos en sepia)


Había empezado a fijarse en ella, a verla, a admirarla, justo cuando tenía unos cinco años... Para ese entonces, el borde de la larga mesa de madera pulida le llegaba a la altura de los ojos quedándole estos enmarcados, vivaces y ávidos entre esta y el flequillo de cabellos negros y lustrosos. Desde esa posición, desde esa altura, la niña descubrió la sopera en una dimensión que escapaba a todos los demás. La sopera era en realidad blanca, con cálidas curvas en donde nacían suaves sombras de color gris cremoso y su presencia opacaba y daba al mismo tiempo realce a cualquier mantel que se pusiera. En la mesa, a su alrededor, había siempre una especie de séquito formado por objetos que podían o no ser trocados por otros sin que nadie los extrañara, ello haciendo una honrosa excepción de la enorme hogaza de pan o el viejo soporte de plata alemana destinado a las botellas de aceite y vinagre. El soporte cojeaba un poco y la vinagrera, que tenía una tapa que no era la propia, se solía ladear, pareciendo entonces que lucía una boina inclinada en un ángulo de coqueta picardía.

La sopera era la reina indiscutible y ejercía sobre la niña una profunda fascinación. Los comensales eran diez, o mejor dicho, nueve, pero desde que la niña dejó de comer sentada sobre las rodillas de la abuela y pudo usar con propiedad y discreción sus propios cubiertos, pasó entonces a sentarse en el lado derecho de la mesa, junto a las tres tías; el lado izquierdo lo ocupaban los tres tíos varones y en cada cabecera el abuelo y la abuela, respectivamente. Antes de empezar a comer, el abuelo sacaba su grande y pulido reloj de dos tapas y veía la hora para aprobar con ese solo gesto la puntualidad de los presentes. Un seco golpe para cerrar las tapas sancionaba la atropellada incorporación de algún nervioso rezagado... Era un gesto que parecía conferirle toda una aureola de solemne autoridad; la niña descubrió, bien pronto, que este era sólo un triunfo aparente, producto de la discreta generosidad de la abuela...

La verdadera autoridad estaba determinada por la ubicación de la sopera con el uso de la cual la abuela reafirmaba, día a día, la importancia de su posición. Era precisamente en el momento en que la abuela quedaba coronada por el vaho de la sopa, que borboteaba en el bullente interior de la sopera, cuando la familia toda aprovechaba para entrecruzarse corrientes de cálido afecto, de sosiego, de auténtica paz. La niña sentía circular todos los sentimientos, girar a su alrededor y se arrebujaba en su calor, se hacía fuerte en su seguridad...

La blanca sopera también daba su aporte; columnas de oloroso vapor salían por el hueco de la pesada tapa, en el mango del viejo cucharón de plata se perlaba de diminutas gotas, y aunque el menú era siempre sencillo y sus variantes estaban determinadas por las cuatro estaciones del año, con sus característicos productos, siempre quedaba el derecho a una ilusión de primicia... La sopera era, en verdad, de porcelana blanca y como tal lucía en otoño, en invierno, en primavera... En verano era distinta; en verano era mágica... Cuando llegaban los primeros vientos caprichosos de otoño y los emparrados defendían sus últimas hojas amarillas y los racimos de uvas, ahora indefensos entre las ramas desnudas, la mesa era transportada por los tíos a la enorme cocina. Se la colocaba paralela al fogón que corría de pared a pared, tenía 98 tres hornillas negras y en el extremo izquierdo un horno con una gruesa puerta de herrajes y pernos que parecía un cofre de piratas; al abrirla, el horno se desbordaba de roja pedrería, ópalos de ceniza gris, llamas color amatista. Arriba del fogón se abría la gran chimenea de campana como si fuera una glotona boca rectangular que se sorbiera, junto con el humo, el aroma y sabor de los potajes... Desde el momento en que la mesa entraba a la cocina, la sopera pasaba a ser blanca.

Era la época en que la sopa guardaba todavía el encanto ya un poco nostálgico, de las últimas mazorcas de maíz. La abuela repartía la comida con gestos precisos, mesurados, con una innata delicadeza y distinción que mantenía a todos rendidos de amor... Sabía complacer discretamente los caprichos de cada uno de sus hijos, y, mientras el abuelo, toda severidad y prosopopeya, contemplaba complacido la sumisión de su rebaño, había un misterioso cruce de mensajes entre madre e hijos, un mohín imperceptible en las risueñas arrugas de la comisura de la boca de la abuela, un algo imperceptible de definir, pero que decía a todos y a cada uno de ellos que en su plato encontrarían siempre más de lo apetecido y menos de lo desdeñado, aunque todos parecían recibir lo mismo. La niña esperaba pacientemente su turno; la sopera tenía, cuando llegaba a ella, la cantidad, la temperatura y las presas esperadas; en esos momentos sentía como si se le entregara todo el calor y el amor de la casa.

El invierno llegaba rápidamente, las ventanas se empañaban con el vapor que exhalaba la cocina. La abuela solía sentarse cerca del horno con la niña sentada sobre las rodillas, cubiertas las dos con el pañolón de lana que olía a especias. Todo esto duró hasta la época de empezar a ir a la escuela; los primeros días de clase la niña lloró amargamente no tanto por la nueva obligación que hacía más duro el cortante frío de las mañanas, sino porque la habían despojado del abrazo con olor a especias, y el encanto de los momentos que pasaban abuela y nieta juntas viendo y oyendo el chisporrotear de la leña, el subir voluptuoso del humo que se perdía en la fantasía poblada de duendes que anidaba en la oscura boca de la chimenea.

En esa estación, la sopera de porcelana blanca, seguía blanca... Las sopas se convertían en espesos potajes que explotaban en gordas burbujas; eran arvejas, lentejas, garbanzos, que se aderezaban con cerdo salado y guardado durante largos meses en curtidas barricas de madera. La abuela dejaba entonces que ella tocara la sopera, que se calentara las manecitas frías y a la niña le fascinaba, de una manera instintiva, aquella caliente redondez a la que el borboteante contenido confería movimiento y sonido, como si fuera un fecundo vientre materno... En la primavera, la sopera aún era una sopera blanca...

La euforia de toda la familia ante el estallido de las hojas en los árboles y el rumor de los campos, quebraba la disciplina familiar. Siempre había alguien que no resistía la tentación, olvidaba la solemnidad del rito y destapaba la sopera antes de tiempo para ver que había dentro, como si esperara ver surgir, el cabello trenzado con margaritas, a la propia diosa de la primavera. La abuela imponía rápidamente el orden y aseguraba la sorpresa; así es que se saludaba con ingenuo regocijo la aparición de las primeras y tiernas hortalizas, o el encanto de una rama de hierba-buena, con su perfume a libertad y horizontes. Poco a poco los pámpanos y las hojas habían ido tejiendo el verde techo del patio exterior, y un día, al unísono, toda la familia decía no resistir el calor y entre bullas y risas se sacaba la larga mesa a la sombra de los emparrados... Ese día en la sopera había gazpacho y con él se marcaba su última jornada como portadora de sopas y potajes; de allí en adelante comenzaba la magia... Como la abuela nunca la relegaba, la sopera seguía en su puesto de honor pero ahora llena con las últimas manzanas o los primeros melocotones, luego con los oscuros higos que goteaban almíbar, las granadas reventonas o los racimos de uva color topacio que cuajaban entre la enramada. Era entonces cuando la sopera se volvía blanca y azul... y la niña la adoraba.

Con la sombra indirecta del follaje que se movía y copiaba desdibujándose sobre su ahora fresca superficie, a la sopera le aparecían guirnaldas de figuras color azul lavanda que se encogían, danzaban, huían y retornaban al paso de la brisa entre las hojas. La niña imaginaba mariposas, flores, misteriosos pájaros de alas color alucema... En la noche, con la luz artificial, las curvas de la sopera anidaban sombras de un profundo azul violeta que parecían el mar... y parecían el cielo... y parecían el propio mundo de sus sueños, ya de niña a mujer, poblado de destellos y de sombras, de descubrimientos y preguntas. En la medida en que la niña fue haciéndose mujer, la familia fue dispersándose y frente a la realidad de cada ausencia, la niña-mujer comprometiéndose interiormente, a tener una mesa igual, una sopera igual, una familia igual... Soñaba con el amor porque soñaba con los hijos y soñaba con los hijos porque los quería, inconscientemente, para rodear una larga mesa, y quería una larga mesa para tener una sopera grande y cálida y un viejo y macizo cucharón de plata que, como un cetro, como una vara mágica, irradiara y atrajera más ternura y más amor. Y halló al hombre pero no al amor. Y se acabó el retazo de ilusión antes que los hijos alcanzaran el número deseado. Circunstancialmente tuvo algunas soperas... Es decir, que ella recordara, tuvo dos: una muy presuntuosa, de pura plata inglesa, en la que todos resultaba o muy caliente o muy frío, una sopera que no irradiaba nada como no fuera su hueca presunción, una sopera totalmente estéril que copiaba, deformándolos, los rostros que se reflejaban en ella. Luego tuvo, también, una segunda; era de porcelana muy fina, con delicados arabescos de filigrana dorada, pero tampoco la hizo feliz; era demasiado frágil, demasiado frívola y sus dibujos permanecían estáticos, carentes de vida.

Los hijos también fueron creciendo y al igual que los tíos, se fueron dispersando, y ya no hubo justificación para comprar o buscar una sopera más... En los años que siguieron y que ella llenó de recuerdos para no sentirse sola, muchas veces se había sorprendido a sí misma atisbando, tras los cristales de los escaparates, soperas que se parecían, que eran casi iguales, que quizá hubieran podido llegar a ser, alguna vez, como aquella sopera mágica de la infancia… Entonces, apresuraba el paso para no pensar, para no recordar, para no ponerse a llorar... pero, por más rápida que fuera la huida, siempre quedaba atrás, la nariz pegada al cristal de la vitrina, la imagen desolada de una niña, a la espera infructuosa del prodigioso milagro del amor.