Nacida en España. Ha colaborado en varios talleres y revistas literarias. Sus relatos han sido publicados en antologías como en la II Antología de humor, de la asociación de escritores de Mérida Venezuela, así como III y IV Antología de narrativa Entre Eros y Tánatos, también en Venezuela. Ha publicado en la sección de microrrelatos del periódico El País. Recibiendo el premio de Karma Sensual por su relato erótico EL TREN DE LAS COLINAS DEL TÉ. Es merecedora de "La mención de honor" (2016) por su relato AGUAS MANSAS, otorgado por el Instituto Cultural Iberoamericano.
 

OBRA LITERARIA:

Sevilla…Gymnopédies (Editorial Sial Pigmalión). Con este libro obtuvo el Premio Escriduende otorgado en la Feria del Libro de Madrid, España, por autora revelación 2016.

-Íntimo y Personal

-Me llamo Lola

GALERÍA

Premio Escriduente 2016

 

Portada del libro
"Sevilla... Gymnopédies"

 

Entrevista en adbdesevilla.es/cultura

 

 

 

AGUAS MANSAS

Me he ceñido a mis pensamientos para no aterrorizar inútilmente a mi valentía, y he mirado por la ventana de mi imaginación para observar la ciudad que amanece despejándose de la pereza de la noche. Sin embargo despierta arrebujada entre la bruma. No ves sino este blanco grisáceo que va girando, girando, es una espiral sin quietud aunque cuando la mires creas que no se mueve; se mueve, igual que la vida que no para quieta. Bruma silenciosa que, si callas tus propios pensamientos, escuchas el susurro de mar, hoy aguas mansas, ayer valientes cobardes azuzando mi costa tan débil y miedosa que iba triturando cada pestaña de mis sentidos…

-El siguiente.

-Buenos días.

-Su nombre, por favor.

-Teresa García Redondo.

-Usted dirá, señora García, ¿viene a denunciar, verdad?

-Sí.

-Dígame, ¿un robo?

-Sí.

-¿Fecha?

-27 de junio.

-Señora, hoy es 11 de mayo.

-Lo sé, pero mi denuncia data del 27 de junio del 2001.

-Señora, ¿se encuentra usted bien?

-Perfectamente.

-Señora, no sé si usted se ha dado cuenta que han pasado quince años, ya no se puede hacer nada.

-Depende cómo se mire, hay cosas que no prescriben nunca y menos si no las denuncias, ¿no cree?

-Dígame, ¿por qué ha esperado tanto tiempo?, ¿es que hasta ahora no se dio cuenta que le habían robado?

-Fui consciente del robo desde el primer segundo que los dos ladrones se acercaron a mí.

-Disculpe, señora, entonces no lo entiendo.

-Hasta hoy al amanecer no tuve valor.

El policía ha comenzado a removerse en la silla, a pensar que los chiflados de fin de semana son los peores. Su psicología le dice que no soportan el silencio, la soledad de los días festivos. Se atusa su calva rosácea, apenas le queda un espigón de pelo perdido en su océano craneal, tan brillante como el mármol. Busca la paciencia necesaria, la comprensión al semejante dolorido para no echarle de un puntapié del despacho porque, ¡qué noche de guardia ha pasado!, y como colofón una mujer que ha perdido el norte a las siete y media de la mañana. Suspira, la mira de frente y ve unos ojos firmes, mirándole inquisitivamente. “¿Son dorados con briznas verdosas? Son muy hermosos” piensa el policía, “y las facciones que los acompañan, también. Si ha de ser justo, esa mujer no tiene pinta de desnortada. Muy por el contrario, me demuestra dignidad en su gesto, elegancia y educación en su pose, y sus ropas, aunque discretas y sencillas, no son de mala calidad, ¿entonces, qué le puede pasar a esa fémina?” Vuelve a suspirar y dirige su mirada al teclado.

-¿Qué le han robado, señora Garrido?

-Mi honra

El policía arquea sin querer sus cejas, pero sigue mirando a su teclado “Esta mujer cree que esto es un confesionario. En fin, dejémosla que hable”

-Dígame todos los datos que recuerde, por favor.

-He traído esta bolsa.
El policía levanta la mirada y ve una bolsa de plástico, arrugada, vieja.

-¿Qué hay en ella?

-Las huellas, si es que el tiempo no las ha borrado, las de mi biblioteca sensorial siguen indemnes.
“Sabe hablar, una culturita de pro”, piensa el policía mientras sigue tecleando las palabras de la mujer.

-Enúncieme las pruebas materiales.
-Mi vestido, un monedero, el bolso y el bono bus, ¡ah! y mis pendientes.

-¿No la robaron nada material?

-No, solo mi cuerpo.

El policía silencia las yemas de sus dedos y sin mirar a la mujer, no puede levantar los ojos, de pronto le envuelve un halo de vergüenza. La pregunta:

-¿Hablamos de violación?

-Sí, gracias por decir esa palabra, yo soy incapaz. Me escuece.
“¡Joder, joder y joder! Me tenía que tocar este muerto a mí, coño” Se dice íntimamente el policía. De pronto se acuerda de Rosita, su compañera, hoy está de guardia con él y ésa es rara de cojones, siempre ha intuido que a esa chica algo la pasó parecido. Es su olfato de policía, no hay más que verla en ciertas circunstancias.

-Señora, si me permite, voy a por un vaso de agua, la vendrá Bien. Un momento, por favor.
Y escapa sin esperar respuesta. Se afloja el cuello, le falta el aire y se va en busca de Rosita que está haciendo café.

-¡Vaya nochecita, Sigüenza, qué calaña de clientela hemos tenido! ¿Quieres un café?

-No, Rosita, vengo en tu ayuda. Tú tienes un sexto sentido para ciertas cosas.

-¿Qué pasa, Sigüenza?

-Tengo a una fulana que viene a denunciar una violación de hace quince años, nada menos.
Rosita palidece. Se queda varada, asemeja de pronto una estatua fulminada, pero aún con su taza de café en la mano, no duda.

-Vamos.

Entra en el despacho de Sigüenza y ve a la mujer que la mira con media sonrisa prendida en su boca mientras sus ojos deshojan lágrimas furtivas. Rosita ocupa el sillón de Sigüenza y dice:

-Me llamo Rosa Camacho, buenos días. Me ha relatado los datos mi compañero. ¿Se encuentra usted con ánimo de poner palabras a su dolor?

Sigüenza mira a Rosita asombrado por su pericia, “¡Qué sensibilidad tiene la tía!”, se dice Sigüenza. Teresa mira a Rosa con gratitud, sus lágrimas resbalan tranquilas, como aguas mansas que presienten su liberación a ese mar tranquilo donde la paz te baña en su sal y el son de las olas acuna tus penas y, al fin, eres capaz de abandonarlas a pesar de sus huellas, de las cicatrices que nunca se borran y te recordarán cada día de dónde vienes mientras el perdón se instala en tu alma. Porque Teresa se siente culpable. Sí, culpable de ser mujer y femenina. De haber sido una ególatra aquella mañana de junio y solo pensar en su vestido blanco aderezado de ramilletes de florecillas multicolores, abotonado de arriba abajo. Y es que Teresa no se abotonó todo el vestido. Se encontraba sexy dejando olfatear el canalillo de sus senos, entrever e insinuar sus piernas largas. Y así salió de su casa a las seis y media de la mañana llevando colgados unos sencillos pendientes que aún atraían más a fijarse en su rostro.

No había pasado ni cinco minutos, vio venir a dos muchachos bien parecidos, vestidos con pantalón negro y camisa blanca. “Mira Teresa, dos currantes que se recogen”, se dijo mientras escuchaba sus encendidas y alegres voces. Ellos la vieron y no dudaron en abandonar su conversación mientras la atrapaban en una esquina. La calle estaba vacía, una gasa de nubes revoloteaba por el cielo, y ni la algarabía primaveral de los pájaros se escuchaba. Y el tiempo se detuvo por completo.

Cerró los ojos para no ver, pero Teresa se olvidó de cerrar con candado sus otros sentidos. Un aliento emborrachado del alcohol cincelaba con su lengua las orejas de Teresa, mientras manos que se multiplicaban recorrían su cuerpo. Primero despacio, calentando motores que se aceleraban por segundos. Dedos torpes que desabrochaban su bonito vestido hasta que Teresa pudo tartamudear cuatro palabras “Por favor tengo dos hijos”, y los cuerpos pararon.

Teresa, no sabe cuánto tiempo estuvo estrujada y tirada contra aquella esquina, pero cuando abrió los ojos el sol jugueteaba entre el vaho de la bruma. Se incorporó, se abrochó su vestido y sin pensar más, cogió el autobús. Llegó al trabajo, se fue al baño y se lavó la cara y mientras se secaba, se miro al espejo diciéndose “Esto te pasa por tentar al diablo”. Se incorporó al trabajo hasta que a las doce de la mañana se rompió como una muñeca de porcelana. Se fue a su casa, entró en la cocina, cogió las tijeras y primero cortó a trompicones su pelo rubio, después hizo añicos su bonito vestido, y se fue a la ducha a borrar las huellas. Se frotó la piel con estropajo, roció su cuerpo con desinfectante y volvió a restregar una y otra vez su piel hasta que cayó al suelo de la bañera. Su posición fetal no la ha abandonado en los quince años transcurridos desde entonces. No se siente mujer aunque la añora, como añora el roce en su cuerpo de la mano de un hombre descubriéndola éxtasis denegados por su cabeza, una mente vapuleada de miedos y complejos. Ha aprendido a vivir con esa sombra, a tenerla pavor y no acercarse a ella para no revivir aquel día. Sin embargo cada noche sale en busca de Teresa a cincelar y ahondar esa pena, obligándola a renegar de sí misma, a atormentarla girando una y otra vez su vida en torno a un trauma que no se va sino que cada día se cuela en sus horas para seguir hasta que de una vez por todas cierre los ojos para siempre. Martillea sus sienes para que no lo olvide y sucumba al terror cada vez que un hombre se acerca a su orilla paralizando sus entrañas teñidas de luto. Cuantas veces se dijo Teresa “Basta ya”, pero no bastaba, serpiente venenosa en cada segundo de la vida de Teresa que agonizaba en una esquina. Y es que el miedo tortura, una tortura que va ahogándote poco a poco hasta que dejas de respirar. Dios aprieta y a muchos ahoga.

Rosita hace suyo el hilo de voz de Teresa mientras piensa la cantidad de mujeres que silencian su vergüenza, además de hallarse culpables.

Rosita se levanta del sillón y se acerca a Teresa. La obliga a incorporarse y a no esconder por más tiempo ni pena ni culpa. Ya es hora de que ambas den la cara. Se abrazan y, susurrándola al oído, dice:

-Las dos vamos a denunciar ahora mismo. Somos valientes y fuertes por fin.

Las miradas de las dos mujeres son cómplices, se sonríen tristemente mientras se infunden ánimo una a la otra. No dejan de llorar, son aguas mansas que llegaron al mar.

Sigüenza se retira, se retira con orgullo y admiración hacia esas dos mujeres.

Teresa sale a la calle. Para en un escaparate de lencería. Sonríe, por fin sonríe, es capaz de diseccionar sus instintos, de canalizarlos, de no negarse a sentir, decidida a contar su historia, a poner palabras  a la ausencia de quince años de la mujer que siempre fue y alentar, así, a tantas mujeres que como ella se hundieron en el dolor sordo, en el silencio estancado, en el lado oscuro de la vida en el que se refugia el ser humano cuando matan a la dignidad de su persona, A llamar a las cosas por su nombre, a mirarlas de frente y no temer el repudio de tu sociedad, ni de los tuyos. A no sentirte culpable por ser mujer y dar rienda a tu feminidad.

“Qué sanadora es la palabra, qué aliento liberador te regala cuando eres capaz de pronunciarla y, cuando después de haber reunido el valor suficiente, hayas a una persona que te escucha, o te lee y te comprende sin enjuiciarte jamás, solo poniéndose en tu piel” Se dice Teresa mientras ve el cielo de sus sentimientos despejados de nubes de tormenta constante.

La esperanza, dicen, que es lo último que se pierde, frase demasiado hecha y manida y tal vez poco pulida. Teresa reunió fuerzas, sí, pero encontró al interlocutor válido.

¿Y si no lo hubiera encontrado?, ¿su valentía hubiera sido suficiente?

Uno solo no puede, en equipo se llega a algún lugar.
Esta historia tiene palabras gracias a los que me empujaron a contarla. A los que su aliento anidó en mi corazón y le regó de energía, dotándome de valentía y la lucidez necesaria para que hoy teresa vuelva a confiar en la vida y piense que es un regalo repleto de esperanza.



Ángeles Cantalapiedra noveliza su vida y la nuestra

Meses llevaba en seco sin leer un libro tan copioso de sorpresas y fecundante de nuevas escrituras. Página a página, “Sevilla… Gimnopédies” (Pigmalión 2016, Madrid) me ha deleitado hasta el punto final, dejándome con ganas de seguir. Lo haré en cuanto Mariángeles Cantalapiedra, poeta en prosa didáctica, periodista avezada y novelista primeriza, reestructure el puzzle de sus nuevas indagaciones y personajes, y nos ofrezca otra obra similar. Y es que hinca la pluma hasta los hondones y entresijos del alma, mientras se fuma pitillo tras pitillo en la terraza al sol de un bar cualquiera, especialmente si es andaluz, al tomar nota justa y cantarina del habla de sus gentes, genitalmente audaces, fantasiosas e ingeniosas.

Nos enfrentamos con sumo gusto ante ella, ante un relato de tintes freudianos que no para de complicarse y enredárdonos (por depresiones y viajes continuos de Madrid a Sevilla, París, Roma, Nápoles…) Y no se trata, como parece, de una autobiografía, sino de un tratado de buenas (y malas) maneras, que se reflejan línea a línea en el dibujo íntimo de los personajes a través de sus palabras: la piadosa Lola de la pensión hispalense, el glamuroso japonés multilingual Ayumu, el enamorado Doctor Jaime, el reportero de ABC corresponsal en Libia y amante muerto en los combates, etc, etc.

La autora disfraza sus acciones y pasiones bajo una máscara de narradora omnisciente, y lo hace con verosimilitud, sí, pero sin ser “fiable” (del todo). Engaña con cortesía elegante y caemos en el engaño que nos traza, con complacencia. Recibe y toma –ya dije- el lenguaje de la calle y lo literaturiza, con diestra ambigüedad, en la onda cervantina constantemente a más y mejor.

Hablo, pues, de una novela andante, romántica, brillante, enigmática a veces, quizás demasiado llorona, aparentemente ingenua como la protagonista, llena de desgarros, torrencial, humana, sobrehumana, tan real como irreal, sub-real y surrealista. Y al fondo de ella, detrás y delante, al norte y al sur… Sevilla. Sevilla siempre, con sus aguas guadalquivireñas mansas, sus cristos, sus vírgenes, sus flores, sus colores y olores: buganvillas, azahares, azaleas… ¡Qué sé yo!.

Me resuenan y evocan por los poros de la piel la Justine del Marqués de Sade y el Cándido de Voltaire, aunque ignoro que los haya leído, pero adivino que sí. Yo he llorado con ella como lloré con ellos leyéndoles y advirtiendo las desventuras que les ocurrían a sus símbolos onomásticos bajo la música de Satié, de Pedro Vargas, de ciertos tangos y de tantos otros lacrimosos cantores de amores perdidos.

Se trata, por tanto, de una novela iniciática, escrita a mente y corazón abiertos, en la que ella, la autora, representa a todas las mujeres “arrecogías” quizá solo en sí mismas, la mar de seductoras por una u otra razón.

Esta mujer, ángela y virgen, a los 23 eyasculada por primera vez, ha vivido muchas vidas, y apretadas y aprestadas nos las muestra para ejemplo, seducción o repulsión.

Os dejo. A ver si encontráis el tesoro escondido en “La Quemá”, regalo de la Lola lotera, enteramente generosa.

He escrito estos renglones a borbotones y trompicones de admiración y simpatía por la hembra eréctil que es Ángeles, a la que conocí en Silos este abril “bernardo-dominico”, y que ha sido desde entonces una eterna primavera para mí. Tanto es así que me ha quitado las ganas de escribir y solo deseo leerla y volver a leerla una y otra vez. Necesito florecer. Y fructificar.

a.sotopa@hotmail.com



DANIEL Y LUCAS

Lucas, así se llama mi perro y, por mucho que digan algunas voces que los animales son el vivo reflejo de sus amos, Lucas y yo no nos parecemos en nada; eso sí, el entendimiento es total. Cada uno de nosotros tiene sus manías, sus gustos y sus amores…

Hay una química entre ambos muy especial. Lo mío por él, he de reconocer, que comenzó por ese sentimiento llamado lástima para pasar por aquel estadio en el que yo sufría hace dos años, nueve meses y once días: la soledad más absoluta.
Él era demasiado pequeño para barruntar cómo podía ser la vida callejera si no llego a aparecer en su vida. Su madre parió delante de mis narices mientras estaba sentado al calorcito del sol andaluz un mes de abril del 2004; me impactó. Al rato, sin yo haber despegado los ojos de aquella escena y, mientras la madre lamía los tres cuerpecillos famélicos, apareció el dueño del cortijo. Me explicó que estaba arto de que se le colaran chuchos por cualquier rendija y, sin más dilación, cogió a la madre y a los tres cachorros y se los llevó; no sé qué haría con ellos, lo que sí sé es que a los dos días estaba contemplando el aguacero que caía, cuando oí un ruido extraño; busqué, pero no encontré nada, así que seguí en mi ensimismamiento por observar la lluvia tan delicadamente triste como yo me sentía, pero el dichoso ruidito volvió a surgir, esta vez junto a mí. Miré en dirección a la maceta de geranios instalada junto a la puerta de la casa y allí encontré una especie de bola negra con manchas blancas que levantaba a duras penas los ojos en mi dirección;  se me pusieron de escapulario mis partes varoniles ante aquella mirada de desamparo, de abandono… Tal como yo me sentía. Inmediatamente, según lo cogía con mi mano, recordé que era uno de los perrillos de dos días antes. Aferré una toalla y lo envolví; estaba tiritando y a continuación comenzó a chupar mi dedo meñique.
Sé que, a veces, los hombres damos de sí, lo que damos y lo único que se me ocurrió en aquel momento fue tirar de mi taza de café, ¡cómo lamía el plato!... desde entonces, puedo decir que Lucas es un experto cafetero; no le vale cualquiera y, es más, el aroma le hace mover el rabo que da gusto…, más vale que no haya nada a su alrededor porque va al suelo.

El resto de mis vacaciones solitarias las pasé con aquel chucho de raza imprecisa compartiendo mis cafés y llevándole en mi mochila cada vez que bajaba a Sevilla a ver alguna procesión; pensaba que si le dejaba solo le podría pasar algo.
Llegó el día de mi partida y, honestamente, mi intención fue dejarlo y entregárselo al dueño del cortijo, pero ¡coño!, me lanzó una de esas miradas tan suyas que se me partió el mundo en dos. ¿Qué iba a hacer yo con un perro en Madrid si no sabía  cuidar ni de mi vida? Me sentía  el ser más desdichado desde aquel once de marzo en que mi Macarena se fue al cielo en uno de aquellos trenes malditos. Yo, tampoco quería seguir viviendo y, sin embargo, estaba condenado a respirar el mismo aire que el de los asesinos que me robaron a mi esposa… Entonces, ¿qué hacía un perro en mi truculenta existencia?
Después de sopesar todos los inconvenientes y la ausencia de ventajas, el chucho se coló en mi coche… Bueno, no tengo porqué mentir: el perro era tan pequeño que si no le llego yo a montar en el asiento, allí se queda… Así llegamos juntos a mi nueva vida de viudo de España. Con él, nunca me sentí solo en aquellos tiempos difíciles en que la niebla oscureció mi biografía.

Juntos hemos aprendido a caminar, a disfrutar de los pequeños placeres. Lucas es mi mejor confidente. Fíjense cómo será de inteligente que cuando le cuento historias de Macarena y me quedo callado porque una lágrima se escapa de mi corazón, él me lame mis manos perdidas en la nada.
Claro que, a veces, es un perro que no me respeta: odia a Tchaikovsky y en el momento que me ve con el CD en la mano, se pone a ladrar como un poseso… ¿Lucas no será la reencarnación de Mozart?

… Si una mañana, alguien llama a tu puerta y ese alguien es de cuatro patas y te ladra, déjale que se enganche a tu corazón… Yo sé que Lucas me salvó del abismo.



MANZANAS PODRIDAS

29 de marzo 2014

La primavera se ha vuelto del revés. Alocada y alegre, igual hace sol que el viento atiza las persianas bamboleando una lluvia pertinaz.
Me he acercado hasta Cibeles, es una zona preciosa de ese Madrid inesperado y acogedor en el que nada más  cruzar el umbral de la puerta de Alcalá te sientes un turista accidental.
Este paseo me sentará bien, es más, el aire zumbón, tal vez, me despeje las ideas. Llevo días sin descansar. Todos desde que mi madre, en su lecho de muerte, me confesara que en el armario del trastero había unas carpetas, que las sacara de allí inmediatamente y que hiciera con ellas lo que creyera pertinente. Ella confiaba en mí a pesar de todo, y estaba convencida de que aquel material lo utilizaría con mesura y mano firme.
Después del entierro, de comer con la familia, me retiré; estaba cansada, triste, sin ganas de hablar ni cubrir más paripés. Todo había surgido muy deprisa, sin tiempo para digerir nada: mi aborto, los cuernos de Paco, la separación y, por último, la muerte de mamá. Sí, era joven, con mucha vida por delante aún, pero a mis treinta y siete años, la mochila de Amelia Rodríguez Antúnez pesaba demasiado y, sin querer, recordaba las palabras de mi padre “La vida es larga, pero pasa muy deprisa. Atrápala antes de que se te escape”… Así que descolgué el teléfono, cogí la llave del trastero y subí. Allí, sentada en un suelo frío y polvoroso, me adentré en la vida de quienes creía conocer hasta ese momento. Consumí tantos cigarrillos como todos los que tenía a mano mientras las letras, a veces manchadas de sangre y lágrimas se escurrían bajo mis ojos ahumados de tanto desconocimiento.

29 de Marzo de 1939…

Mi familia tenía un bar en la Cava Baja, al lado de hostales centenarios, se llamaba “Bar Central” ubicado en una calle que podía ser de un siglo perdido que ya nadie recuerda. Mi abuelo despachaba vino con tanto tanino que dejaba la garganta más seca que un erial y los labios amoratados. Mi madre, entonces, tenía onces años. Siempre revoloteando detrás de sus dos hermanos. Jesús, tenía diez, y José, siete. Eran felices a pesar de tanta carestía, y tanta pena en el centro de aquella guerra que ellos aún no entendían. Ya decía mi abuela Daniela que la pena une más que la alegría aunque mis tíos y mi madre no estuvieran conformes con la reflexión de su madre. A ellos les gustaba aquel abanico de colores que entraba a ráfagas por la puerta del bar: labriegos huidos de sus tierras, más que nada por el miedo pintado en sus caras, los falangistas estirados de camisa tan azul como su corazón. A mi madre la gustaba mirarles tan altos, tan gallardos, tan enjabonados y sin miedo; ella quería ser como ellos porque estaba rodeada de pavor, de días oscuros pasados en la bodega codo con codo con caras ajenas a ella aunque pertenecieran a su mundo, mientras los bombardeos arrasaban la vida de los malos. Su padre se enfadaba con ella cada vez que la oía decir que los malos eran los republicanos “Mocosa, aquí no hay buenos ni malos sino todos somos unos pobres desgraciados” “De pobre nada, Padre, nosotros tenemos un bar”… Mamá ya entonces apuntaba maneras.
Lo cierto es que en casa de mis abuelos, y esto lo tengo que afirmar yo que me críe con ellos, jamás se decantaron por ningún bando, o al menos nunca sentí manifestación alguna. Claro que hablaban de política, pero siempre presentí que el respeto se cincelaba en sus palabras.
Aquel veintinueve de marzo, la Carmina, una vecina de mis padres, apareció con su hijo Miguelito que iba a dar un paseo hasta la Cibeles y si mi abuela lo tenía a bien poderse llevar a toda la chiquillería. Mi abuelo dio el beneplácito  y allá se encaminó la Carmina con su jardín de infancia tan peculiar. Digo lo de peculiar, porque nada más llegar en lo alto de la Cibeles había chiquillos desenterrando a la diosa (Protegida por la Junta de Protección Tesoro Artístico del Gobierno de la República –que abandonó la capital dos años y medio antes-. No era la única, también habían sido recubiertas como se pudo, con lo que había, las otras fuentes de Apolo y Neptuno, las estatuas de Felipe III y Felipe IV)
Mis tíos y mi madre no lo dudaron y se encaramaron por los ladrillos hasta llegar a la arena. Según palabras de la Carmina, las carcajadas de los niños iluminaron aquel Madrid torturado después de cuatro años; era el rostro de los supervivientes. Los mayores, abajo, contemplaban fascinados aquel insólito juego mientras sus personas comenzaban a mudar de piel, de corazón y otros a oprimir y ocultar sus ideas.
En esto apareció algún que otro fotógrafo a inmortalizar el momento. La chavalería que se percata comienza a levantar los brazos. Mamá y sus hermanos no sabían cuál era el brazo bueno en aquel instante y lanzaban sus huesos bien alto con la mano estirada en ademán de engancharse a una ilusión.
Sí, mi familia se había ido adaptando a los colores de cada estación política guardando para sí sus íntimos pensamientos, sus aguerridas convicciones.
El uno de abril del treinta y nueve amaneció aparentemente para la familia  Antúnez como un día más. Sin embargo ese día mí abuelo no abrió el bar ni se oyó ruido en su casa, ni siquiera la cacharrería se desplomó en el pilón para que el agua bendijera su limpieza. Mi abuela hizo café y se sentó con el abuelo en la mesa camilla, se agarraron muy fuertes las manos y encendieron la radio. El sonido no era tal sino un susurro que sólo ellos oían. Sus ojos permanecían catapultados en aquel altavoz enrejado. Mi madre salió de puntillas y se paró  en las cortinillas que separaban su habitación del cuarto de estar. Allí, medio engatusada por la escena de sus padres, y la curiosidad que siempre había corrido por sus venas, pudo plasmar aquella escena que no olvidaría jamás.
Lo escuchó nítidamente aunque el sonido de la radio fuera un tintinear de palabras que ella en ese momento no entendió: En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”, firmado por “el generalísimo”, Francisco Franco, en Burgos.
Entonces mis abuelos se fundieron en un abrazo, lágrimas y risas, añadiendo mi abuelo “Hemos ganado, al fin la guerra, Daniela”… Mi madre les seguía espiando atónita mientras sus pensamientos infantiles la venían a dar la razón de que su familia era de derechas, pero de derechas de toda la vida. Tanta era su emoción ante el descubrimiento que no se dio cuenta que su padre la había pillado “Papá, Papá, somos ganadores, ya no hay que ocultarlo ¡Viva Franco! ¡Viva la República! ¡Viva los anarquistas!”...Después de sus osadas y locas manifestaciones sin sentido, mi abuelo la daría la única y más sonora bofetada de su vida “Mocosa del demonio, no sabes ni lo que dices. Todos somos perdedores, hija mía… Dime, ¿cuántas compañeras del colegio te quedan, eh? ¿Desde cuándo no vas a casa de una amiga a merendar, a jugar? Tu padre te contestará: has perdido a tus amigas, has perdido juegos y meriendas… ¿Y los amigos de tus padres dónde están? Muertos, Amelia, muertos. Aquí hemos perdido todos, hija mía”… Pero Amelia aún vio un atisbo de luz en el rostro de su padre que se había apagado de repente “Papá, niégamelo, pero tú vas con Franco” “Qué más da con quién vaya, Amelia, al fin ahora habrá paz”
Pasaron los años y mi familia vivió como las demás, con más penas que gloria. Fueron años difíciles y, aunque ellos se sintieran ganadores franquistas, siguieron acogiendo a todos, con miedos, con silencios. Respetaron al régimen porque eran los suyos aunque jamás lo reconocieran y, aunque los exterminios franquistas de las manzanas podridas les abrieran las carnes por crueles e injustificados, pero como dijo mi abuelo, un día, al haber crecido ya sus hijos “En todos los lugares hay gente buena y gente mala y no siempre el fin justifica los medios. No por ser franquista has de ser malo. No por ser republicano o anarquista, vas a ser el demonio. Unos mataron antes, los otros después, pero todos, hijos míos, mataron,  mataron para defender, por miedo a las represalias, por convencimiento. Tantos son los motivos del hombre que su número es infinito. Vuestros padres podían tener sus ideas pero jamás, ¿me entendéis? Jamás se chivaron ni delataron a nadie porque lo que no quieras para ti, no lo desees para los demás”


1 de abril del 2014

Sí, mi abuela Daniela tenía parte de razón cuando sostenía que las penas unen más que las alegrías, sin embargo, hoy en día, aún los vencedores de antaño que fueron y son buena gente, les da vergüenza aquel espolio de nuestra España más reciente. Se esconden entre las letras de mi teclado como si fueran en parte autores de crímenes sin sentido, pero decidme, ¿qué guerra es justa?
Hoy he vuelto a bajar a la Cibeles, es un día de primavera lluvioso y frío, pero mi corazón se siente cantarín, tal vez porque las golondrinas no se acerquen a la gran ciudad porque no encuentran ya alimento entre tanto asfalto  y sea yo, una descendiente de una buena y honrada familia de derechas que ve en la cabeza de la diosa Cibeles cómo las manos infantiles de unos niños de ayer desenroscan la belleza para que vuelva la luz y la paz a un mundo tan encrespado como el de hoy.