EL HOMBRE DE LAS ALMOHADAS
Erase una vez un hombre que vendía almohadas. Ese era su trabajo. Así se ganaba honradamente la vida.
Cuando salía a la calle sólo se le veían los pies, las manos y la cabeza. El resto de su cuerpo desaparecía debajo y tras las almohadas. Las forraba con telas de hermosos dibujos y colores. Cuando caminaba así, entre tanta coloración, las personas creían ver pasar un jardín a paso lento. Los que más disfrutaban su presencia eran los niños y más de uno llegó a pensar que cuando fuera grande se ganaría la vida de la misma forma bonita y honrada.
El hombre de las almohadas tenía una manera muy peculiar de llamar la atención y de anunciar su mercancía. Con una voz delgada y fuerte, como una cuerda nueva de guitarra, decía:
–Señor, señora, señorita, lleve la mejor almohada para su tipo de sueño, en buena hora. Señor, Señora.
Luego de una pausa, corta en las mañanas y larga por las tardes, reanudaba su oferta al público. Así avanzaba por el día.
Era un vendedor de almohadas muy particular. Las ofrecía de siete tipos diferentes, elaboradas por él mismo:
De plumas de ave. De viento del norte con aromas del mar. De lluvia reciente. De flores silvestres recogidas en la montaña cercana. De neblina tomada al amanecer con las manos recién lavadas. De luna llena. Y de tiempo prestado a un reloj de oro, muy antiguo, que había heredado de su padre y éste de su abuelo, quienes le habían enseñado el oficio de hacedor de almohadas. Ese reloj era el objeto de más valor que poseía. Lo amaba y cuidaba como parte de su cuerpo.
–Las almohadas de plumas son para las personas de sueño ligero. Las de viento, para quien le gusta viajar durante el sueño. Las de lluvia son especiales para personas de sueño nervioso. Si usted es una persona de sueño tranquilo, le recomiendo una de flores silvestres. El sueño profundo se logra mejor y se prolonga con una almohada de neblina.
Las de luna llena son para quien vive solo y le teme a la soledad. La luz de la luna es muy buena compañía; si lo sabré yo. En cuanto a las de tiempo son ideales para personas de sueño completo, es decir que nunca tienen prisa al despertarse y cuando lo hacen están contentas y con ganas de hacer el bien a alguien.
Todos los días repetía la misma explicación, lo cual no era fastidioso para él sino todo lo contrario. Y los clientes quedaban encantados. Ninguno se iba con las manos vacías. Cada quien se llevaba la almohada de su tipo de sueño, o al menos la satisfacción de haber sido bien atendido.
Como era un hombre bajito y delgado que siempre andaba arropado de almohadas, sólo sus vecinos lo conocían de cuerpo entero, aunque apenas lo podían ver así los domingos cuando salía de su casa a pasear o a comprar en el mercado, pues trabajaba de lunes a viernes y llegaba siempre de noche.
Cada día caminaba muchos kilómetros ofreciendo su mercancía, de manera que cuando llegaba a su casa, en una barriada pobre, en lo alto de una colina, muy lejos del centro de la ciudad, los pies apenas podían tenerlo en pie. ¿Y los sábados? ¡Ah!, el sábado era un día muy especial para el vendedor de almohadas.
Ese era el día de ir a la montaña muy temprano a recoger neblina, flores silvestres, plumas de ave y mucho viento del norte, el cual tomaba subiendo a la cima de la montaña desde donde se podía ver y hasta tocar el mar.
Vivía solo. Al llegar a su casa por las noches se bañaba. Preparaba la cena. Escuchaba un poco de música suave. Luego de cenar iba a la cama donde tenía tres hermosas almohadas: una de neblina, otra llena de luna llena y la más grande de tiempo de su reloj de oro. Tomaba un libro muy grueso de la mesa de noche y comenzaba a leer alguno de los maravillosos cuentos, poemas y fábulas que contenía. Lo había comprado a un vendedor, de libros usados, el cual le contó una extraña historia alrededor del mismo, pero hacía de eso tanto tiempo que la había olvidado casi toda. En realidad el vendedor de almohadas era un mal lector, pues todavía no lograba pasar de las primeras páginas del libro, ya que cuando comenzaba a leer le entraba un profundo sueño. El libro terminaba dormido sobre el pecho tranquilo del vendedor de almohadas.
Cada mañana salía muy temprano de su casa para poder llegar a tiempo a los lugares donde ocurría la mayor concentración de personas que iban o estaban llegando a su trabajo. El hombre sabía que todas se habían levantado muy temprano, apenas los gallos, los relojes y los radios anunciaban la cercanía del amanecer, y que todos llevaban los ojos llenos de sueño.
Al ver las almohadas tan bonitas y tan bien anunciadas, algunas personas caían en la tentación de comprar una para apoyar la cabeza y "echar un sueñito", mientras subían en los ascensores hasta las oficinas en los altos edificios que tapaban el sol y prolongaban las brumas del amanecer. Otros, mientras esperaban que el dueño del negocio llegara con el manojo de llaves para abrirlo. Pero los mejores clientes eran los que tenían que atravesar la ciudad para llegar a tiempo a su trabajo. Esos aprovechaban las suaves almohadas y el ronroneo de los autobuses para completar la noche.
El vendedor de almohadas había descubierto que las mejores horas del día para vender su mercancía eran tres: muy temprano (por lo ya contado), de 2:00 a 3:00 p.m. por aquello de "la hora del burro", y a partir de las 6 de la tarde cuando todos regresaban cansados a sus lugares de habitación.
La presencia de una hermosa y cómoda almohada achica los ojos de la cara y agranda los del sueño y el cansancio. Él lo sabía de manera que aprovechaba esas horas.
Así transcurría la vida del vendedor de almohadas.
Hasta que un mal día, el país donde vivía entró en guerra con otro país más grande y poderoso y toda la gente perdió el sueño. La guerra se prolongó por mucho tiempo de manera que muchos oficios, negocios y sueños quebraron:
-Los redactores de tratados de paz.
-Los poetas partidarios de hacer el amor y no la guerra.
-Los constructores de parques y de casas.
-Los músicos que componían hermosas canciones llenas de alegría.
-Los titiriteros, los saltimbanquis y lectores de la buena suerte.
-Los vendedores de almohadas.
Mientras que, lógicamente, prosperaron otros:
-Los redactores de declaraciones de odio y guerra.
-Los escritores partidarios de la violencia y la xenofobia.
-Los constructores y diseñadores de armas e instrumentos de tortura.
-Los mentirosos y atizadores del fuego y la discordia.
-Los fabricantes de pastillas para los nervios.
-Los vendedores de urnas, coronas y demás objetos funerarios.
El vendedor de almohadas, que no sabía hacer otra cosa, quedó en la ruina. Un día, cuando más desesperado estaba y estaba pensando en lo peor, un vecino suyo que lo apreciaba mucho y quería ayudarlo, le dio un consejo. Le dijo:
–Amigo, he pensado que tu profesión podría ser muy útil para poner fin a esta guerra que está devorando a nuestro país y también al de nuestros enemigos. ¿Por qué no inventas una almohada que ponga en el corazón del que coloque su cabeza sobre ella, el amor y el sentido de la paz? ¿Crees que podrás hacerla?
Al vendedor de almohadas se le iluminó el rostro como si el sol del amanecer hubiera salido de adentro de sus ojos. Le dio las gracias y un fuerte abrazo a su amigo y` le prometió que lo intentaría.
Al día siguiente salió muy temprano hacia la montaña vecina donde reunió toda la cantidad que pudo de neblina, flores silvestres, viento del norte y de los demás puntos cardinales, alas de mariposas muertas, restos de colibríes, hojas de muchas especies de árboles, nidos abandonados, pequeños caracoles sin madre, telarañas solas, rayos de sol filtrados por entre las ramas y silencio, mucho silencio del milenario bosque.
Regresó a su casa y comenzó a preparar la mezcla de cosas que había recogido en la montaña, a la cual agregó todo el tiempo de su antiguo reloj de oro. Por último, sacó un pequeño cofre que guardaba celosamente en su mesa de noche, y de él tomó cierta cantidad de un delicado polvo-azul-brillante que agregó a la mezcla ya preparada.
Cuando tuvo cientos de almohadas listas, cargó sobre su cuerpo todas las que pudo, y con la ayuda de su amigo partieron hacia el frente de batalla, que por cierto ya estaba bastante cerca de la ciudad. Encontraron a los dos ejércitos separados por un río de cadáveres.
Todos los oficiales y soldados se veían demasiado cansados y tristes de hacer aquella guerra inútil que sólo servía para desangrar a los dos países.
El vendedor de almohadas pidió hablar con el gran general que comandaba la guerra del lado de acá. Cuando fue recibido, aprovechando un alto al fuego entre los dos bandos por escasez de pertrechos, le explicó el objetivo de su visita. El gran general creyó que aquel hombrecito estaba loco y decidió seguirle el juego, pues le divertía verlo y oírlo después de tanto tiempo de oír y hacer cosas tan serias como dirigir una guerra.
Al terminar de hablar, el vendedor almohadas le regaló una especial al gran general, sugiriéndole que la usara aprovechando el alto al fuego y, además, para que al descansar y despertar pudiera ver mejor las órdenes futuras que daría y le darían la victoria. Igualmente le dio una a cada uno de los oficiales que acompañaban al gran general, diciéndoles lo mismo. Luego pidió permiso para retirarse y se marchó con su amigo.
Aprovechando el alto al fuego que se prolongaba, lograron pasar al campamento del ejército contrario y pidió hablar con el gran general que comandaba la guerra del lado de allá.
Ocurrió lo mismo que en el campamento del lado de acá. Repartió todas las almohadas que les quedaban.
Durante el resto de ese día estuvieron repartiendo almohadas, hasta que no quedaron sino las que él usaba en su casa y una muy bonita, de flores silvestres, que le regaló a su amigo.
Esa noche durmió con un gesto de felicidad en su cara, sólo comparable al que lucen las personas cuando aman y son amadas.
Al día siguiente en todos los diarios y noticieros de los dos países se difundió la noticia que alegró a los dos pueblos. En los grandes titulares podía leerse la gran noticia:
"SE ACABÓ LA GUERRA. LOS DOS EJÉRCITOS ESTÁN DORMIDOS. LOS GRANDES OFICIALES Y LOS SOLDADOS TIENEN TAL EXPRESIÓN DE PAZ Y TRANQUILIDAD EN SUS ROSTROS QUE NADIE, A DECIR VERDAD, SE ATREVERÍA A DESPERTARLOS ANTE EL PELIGRO DE SU POSIBLE REACCIÓN".
Y cuentan las crónicas del largo período de paz que aún disfrutan los dos países, que los ejércitos siguen dormidos con la misma expresión en el rostro de los grandes oficiales y hasta en el más bisoño de los soldados. Y que el vendedor de almohadas es un héroe inmortalizado en poemas y canciones, aunque hace mucho tiempo que descansa en el seno de la tierra, a donde se llevó su secreto celosamente guardado en el cofre de su mesita de noche. |