Nació en Mérida, Venezuela, 1968. Es escritora, abogada y especialista en política internacional. Estudió Derecho en la Universidad de Los Andes, y en CEPSAL (Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina) donde realizó el Máster en Política Internacional y la Maestría en Ciencias políticas obteniendo el título de Magíster Scientiae en Ciencias Políticas. Fue directora y fundadora de la Biblioteca José Vicente Nucete (Mérida, Venezuela), dedicada preferentemente a libros antiguos o ediciones especiales. Actualmente vive en Madrid, España, y es estudiante de Literatura Contemporánea en la UNED.


Desde que estudiaba quinto grado empezó a escribir cuentos y obras, que posteriormente representaba con sus hermanas y amigas. Así nació su escritura. Siendo estudiante fue ganadora de la mención de honor en el 4to. Concurso de poesía de la Universidad de Los Andes con "Veinte cantos de amor y de dolor", 1992. Fue ganadora del 1er. Concurso de cuentos cortos. Editorial Parnaso, Granada-España, 2005. Con "La tía que llora, la tía que reza y el papá que regresa", cuento enmarcado dentro del realismo mágico latinoamericano.  Merecedora del premio "Concurso de cuentos Alfonsina Storni," editorial Pegaso, Argentina, en 2003 con el cuento "de la vanidad y humildad". El 8 de marzo de 2011 fue declarada ganadora del Premio "Princesa Galiana" de narrativa femenina promovido por la Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de Toledo con colaboración de la Fundación Caja Castilla-La Mancha, con la novela "Usted me tiene que atender" que describe la vida de una joven mujer y su lucha para imponerse a las restricciones de una familia centrada en las apariencias.
CONTACTO:
ihorondon_cardenas@hotmail.com

BLOG:
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ENTREVISTA: DESCUBRIENDO NUEVOS AUTORES
Realizado el 17 de Noviembre de 2013



Premio "Princesa Galiana" de literatura femenina en Toledo, el dia de la mujer en Marzo de 2010, en la sala Consistorial de Ayuntamiento, que usaba el mismo Carlos V para firmar sus decretos, están presentes la Consejala de Igualdad Ana Verdú y el representante de Caja Castilla la mancha, la otra escritora premiada fue el accesit.



OBRA LITERARIA:

Veinte Cantos de amor y de dolor (DAES, 1993): Premio al cuarto concurso de poesía (1992), de la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Universidad de los Andes; y el poemario Como yo te he querido (Ediciones Solar, 1996).  Un gramófono al final de una guerra. (Cuento) Mérida, Ediciones del Rectorado de la Universidad de los Andes, 2003. Ganadora del concurso de cuentos Alfonsina Storni, editorial Pegaso, Argentina en 2003 con el cuento De la vanidad y humildad. Ha publicado poemas sueltos en el periódico «El Universitario». Tiene inéditos dos libros infantiles, uno de poesía y otro de cuentos. Ha sido publicada parcialmente en páginas de Internet: Un gramófono al final de una Guerra,  en la revista Internet  www.letralia.com, La tía que llora, la tía que reza y el papá que regresa (Cuento) Granada, España, Ediciones parnaso. Primer concurso de relato breve, 2004. Otras publicaciones "Dos cuentos", cuentos, editorial Karol, Mérida, Venezuela, 2006, y la novela Volver a Escuque editorial Karol. Mérida, Venezuela, 2009. Novela Usted me tiene que atender (Novela, ganadora del premio "Princesa Galiana" 2011) Toledo, España. La dama aprisionada (Novela) Ediciones ULA, Mérida, 2013. Todas sus obras pueden conseguirse en formato PDF en Amazon, tienda Kindle, libros.

 

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Portadas de sus libros

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CONFERENCIA SOBRE LA INVESTIGACIÓN
EN LA NOVELA HISTÓRICA


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LA MEMORIA DEL ÁRBOL

Dedicado con amor a Carlos César Rodríguez

Finalmente la edad alcanzó a mi padrino como el rayo al árbol del jardín, que golpeándole con todo su poder le dejó mutilado como a un muñón, como a una araña desesperada, cuyas patas de raíz profunda se aferraban a la tierra.

Conocí al padrino durante la época en la que Felipe y yo solíamos ocultarnos, en muchos escondrijos, para descubrirnos en nuestras partes más íntimas, y compartir el deseo sin límite de la adolescencia. Felipe solía aferrar sus miradas a mis largas trenzas de Rampunzel, hasta que encontró el valor de trepar por ellas y llegar hasta mi boca sedienta y beberse todos mis rincones húmedos. En una de aquellas avanzadas nos encontró el padrino en plena fuga por la pared del muro del lavadero, única salida segura, fuera de la vista del tropel de gente que venía a casa de Felipe, por sus padres. Salida no tan segura luego de aterrizar del otro lado del jardín y darnos cuenta de que los ojos sombreados y profundos del padrino nos miraban con una sonrisa burlona. 

Ese día decidió preocuparse por mí, no por Felipe, su verdadero ahijado, a quien conocía lo suficiente como para describirle como a un alumno avezado, devorador de conocimientos, genio en el uso de la palabra, y quien solía salir bien librado, con la frente en alto de toda prueba que le impusiera la vida o los entrometidos en ella. Se preocupó por mí, quiso darle un sentido útil a las ideas que se desparramaban junto a mis largos rizos negros.

Así fue como, al siguiente día, me encontré con el padrino en el porche de su casa, sentado frente a una mesa baja repleta de libros, y otros cuantos pergaminos, regados a la altura en la que el suelo le permitiera disponer de ellos. Alzó sus ojos despejados y me miró alegremente, se contagiaba de mi ingenuidad tanto como yo me contagiaba de su pasión por los libros viejos.

¿Qué te gustaría leer? –me preguntó en seco.

De todo –le dije– con franqueza. Se levantó ágil, riendo, con esa risa suya tan contagiosa, que se fijaba como la miel en la boca y en los dedos.

—Por supuesto –respondió. Se desperezó, bajito, como los gatos, se abrió paso entre los documentos que llenaban su mundo de sabiduría, y me invitó a pasar al salón de su casa.

Al entrar nos envolvieron por igual la oscuridad del recinto y el olor a guardado, de multitud de libros que se apiñaban, como si lucharan entre sí por destacarse entre las largas estanterías que poblaban la casa del padrino. La sala, los pasillos, los cuartos, el vestidor y hasta la entrada de los baños, todo estaba lleno de libros.

No había yo podido imaginar ni en mis sueños más subrayados aquella estampa de vida imaginativa y penetrante, que era capaz de envolverme todos los sentidos, la vista con sus carátulas, el oído con sus voces, el tacto con sus páginas cerradas, el olfato con sus hojas viejas y nuevas y el gusto por tragarme todo el conocimiento inmaterial del mundo.

Todo esto está a tu disposición, escoge lo que quieras –dijo– y agregó, aunque yo comenzaría con esta colección de autores latinoamericanos, olvidados al lado de los franceses.Y me puso en las manos un grupo de cinco libritos viejos, gordos y encuadernados como los troncos tiznados de los abedules.

Salimos de nuevo al sol, y él a su trabajo. Llegué a casa de Felipe con mi tesoro, que rodó por el suelo de su cuarto, mientras nosotros lo hacíamos en un enredo de sábanas y silencios sospechosos.

En aquellos primeros libros encontré voces nuevas, selvas ignoradas por la humanidad, ríos desbordantes, palabras cargadas de significados nativos, caminos abiertos a fuerza de pura voluntad y machetazos, cielos despejados e inalcanzables. Así se me antojaba por entonces mi parte de esta América recién colonizada por mí, aunque descubierta hace quinientos años por la antigua historia.

La casa de Felipe colindaba  con la de su padrino, separada apenas por un riachuelo que serpenteaba cortando ambas casas por el verde de los jardines. Cerca del río, Felipe y yo solíamos sentarnos (me sentaba yo con las piernas recogidas, él se acostaba en toda su extensión con la cabeza encima de mis piernas) y mirábamos el atardecer. Los ángeles venían a posarse entre los árboles del bosque-jardín, sus voces apenas audibles susurraban mentiras encantadas que yo solía verter en los oídos de Felipe.Al entrar en las casas habitadas, los ángeles se transformaban en sombras que orientaban mis pensamientos y mis pasos. En casa del padrino se transformaron en la estampa que sus hijos se acostumbraron a ver al encontrarme buscando libros entre los pasillos, sentada en el suelo hojeando documentos, encaramada en las sillas para alcanzar textos, o embutida en los sillones recubiertos con sábanas del salón, donde la esposa de mi padrino prohibía toda entrada, pero los ángeles, compadecidos, me ocultaban de sus ojos.

Uno de aquellos ángeles se llamaba Carlitos,  una de las cicatrices en el corazón del padrino; dolor secreto de aquella casa. Yo lo encontré un día, cuando buscaba libros de poesía y sueños. Una mano suave me condujo a un ejemplar pequeño, encuadernado de azul, revestido de hojas blanquísimas, cuyas letras exteriores titulaban la obra Más allá de los espectros. Su voz cautivó mis sentidos tanto como lo había hecho la casa de su padre.

De haber conocido a Carlitos habría visto a un muchacho mayor que yo, silencioso, con una genialidad sorprendente para tocar el piano, y una sensibilidad extraordinaria para entender los avatares de la existencia mundana; como los azarosos contra telones del teatro, la ópera y las tragedias griegas. Carlitos tenía además una pasmosa intuición para los idiomas, en especial para las lenguas muertas, aquellas que sólo algunos (entre ellos aquel ángel) tenían la potestad de hablar luego de haberse dejado de escuchar en este mundo. Luego de su muerte, el padrino se dedicó con paciencia de padre herido a recolectar la obra precoz de su hijo, quien había dejado su voz de poeta en las carátulas de los discos, los porta vasos de papel del cafetín de la universidad, las servilletas de los cumpleaños, los cuadernos de sus tareas, los infinitos papelitos regados por todos los cuartos y en las últimas páginas de sus libros favoritos.  La voz de Carlitos resonaba con insistencia desconsolada entre los muros de la casa. Pocos años después, se llevó consigo la vida de su hermano Roberto, sellando la forma de la agonía perpetua en el corazón de mi padrino.

Felipe acostumbraba preguntarme por las incursiones que mi ávida curiosidad me obligaba a llevar a cabo entre los libros, y algunas veces se mostraba celoso ante la idea de no encontrarme en las tardes entre los límites tendidos por sus redes de amante. Yo era su hada desobediente; tenía por costumbre alargar, más allá de sus términos, su interés creciente por mí, para incluirlo en mis paseos por entre el mágico mundo sombreado de mis afectos.

He de reconocer que de no haber sido por Felipe se habrían negado a mi alma los sabores más simples del quehacer cotidiano. Felipe amansaba con sus largos dedos de sabio al lobo estepario que aullaba sin cesar en medio de mi pecho, y conseguía hacerlo dormir a fuerza de descubrir mis habilidades de piel inédita, el desplome de mi cabello oscuro sobre su espalda, y el centro mismo de mis deseos más ocultos. Luego se levantaba como león triunfante sobre mi cuerpo dominado, y lanzaba al mundo su rugido de dueño y señor de todas mis tierras.

A toda la familia le parecía que muy en el fondo Felipe y yo congeniábamos en nuestras diferencias. A mí me encantaba verlo romper en su corazón y en su mente las barreras que le imponía, a su conducta, su recto proceder y su organización metódica. Mientras Felipe se movía con seguridad prodigiosa en el mundo de los adultos, yo me divertía descubriéndole escondido junto a mí, bajo la cama de su hermano mayor, saltando cercas y muros para ingresar como prófuga a su casa, descubriendo nuestros juegos de manos salpicadas en la sala del cine local, usando los pasillos para fugaces encuentros de luna de miel, y revoloteando juntos entre los cuartos vacíos mientras los demás celebraban cumpleaños o navidades.

En aquellos encuentros coloreados por lo prohibido, cualquiera hubiera podido descubrir lo extraño que parecía el cuarto de Felipe tan empeñadamente silencioso, estando él adentro. Supongo que sería por este motivo, porque en sus ojos se veía lo que escondíamos juntos, por lo que su padrino decidió quererme tal como yo era, un descubrimiento trascendental en la vida de su ahijado, una línea divisoria entre lo que Felipe ambicionaba para sí mismo y lo que deseaba recibir de la vida a cambio.

Tras la revelación de mis primeras sensaciones de mujer anticipada, se manifestó ante mí, desnuda en toda su extensión, la atracción impúdica que ejercen las palabras escritas, cuyos significados, deseos y mensajes viajan inmortales en el tiempo y superan las ideas iniciales de su creador, emergiendo en nuevos mundos y pululando en mentes que hacen erupción luego de haber digerido sus recados.

El padrino era un experto en el conocimiento imperecedero de las palabras, su mundo estaba cargado de amigos con tres mil años de diferencia, que se entendían en idiomas que ninguno hablaba, superando la torre de Babel y la muerte. Esos amigos habían escrito para él sus mensajes a través del tiempo en pergaminos que llegaban a sus manos. Los libros de mi padrino eran como botellas mensajeras recogidas del inmenso mar de las emociones y los deseos humanos. Él sabía cómo hacer bien su tarea y se encargaba de infiltrar dichos mensajes en cada mente nueva que se tropezaba en su camino, por eso se vio en la necesidad de fundar una facultad de literatura en nuestra ciudad-pueblo, que se incrementó y aún se puebla de oídos hambrientos, caldo de cultivo, para las ideas inmortales.

Y allí estaba yo, no sé por cuál giro del destino, sentada en el sofá de la casa del padrino, escuchando de su voz profunda el Cantar de los cantares, escrito en la Biblia hace unos milenios, y que él recitaba para mí como si ayer hubiera hablado con Salomón, aquel rey que empeñaba su vanidad en ser sabio.

—¿Era sabio Salomón?  –pregunté yo– y mi padrino reía, con su risa de hipo pegadiza.

Debió haber sido sabio porque en sus voces se escucha la felicidad –me dijo él–  y yo le repliqué. 

—¿Los sabios no son serios? ¿Qué es primero, ser feliz o ser sabio?

Con infinita paciencia mi padrino descubría ante mí las verdades crudas del día a día.

—¿No es ser feliz, acaso, el máximo tesoro? ¿Se puede ambicionar más felicidad luego de serlo?

—¿Quién es más sabio, el tonto que disfruta el mundo maravillosamente extendido a su alrededor, o el sabio incapaz de sentir felicidad?

Por entonces yo sólo intuía el significado del maravilloso legado de mi padrino, la elocuencia de sus sonrisas, la dulzura de sus palabras imperecederas.

Mi padrino decía que los días se suceden unos a otros como los libros, y que el mundo creado por las palabras es tan infinito como el tiempo.

—¿Cuántos autores puede haber en el mundo?  ¿Tendremos tiempo para leerlos a todos? ¿No se repiten unas a otras las ideas? ¿Encontrará mi padrino las respuestas a todas mis inquietudes?

—Sólo te puedo contestar –decía con su entendimiento curtido– que el raciocinio aprende a ser finito, el cerebro pone límites a su capacidad, pero el corazón se impone, el amor crece de manera infinita, aun el amor por el conocimiento, que nos vuelve intuitivos para entenderlo.

Por aquel tiempo también entendí el concepto del amor infinito, ese que toca la esencia real de lo que somos. Una vez que se exhibe ante la ventana del alma ya no se puede vivir sin él, o mejor dicho, se dedica a pintar a su modo todas las actuaciones de nuestra vida. Y la vida y el pensamiento no vuelven nunca la vista atrás.

El amor perdurable aparece en un segundo, un mínimo instante en el que se vislumbra su alcance, en el que se produce la muerte de un yo anterior.

Algunos afortunados logran plasmarlo en papel, en música, en colores o en palabras. En ese momento el arte se transforma en belleza, en perfección perdurable. Yo era todo oídos a las conjeturas de mi padrino.

El discernimiento perenne nos encuentra un día habiendo tropezado con nosotros por casualidad, y en su instante de revelación somos testigos de lo infalible, del destino aún no escrito, de lo involuntariamente puesto por delante. Así fue como pude ponerle nombre a mi relación con Felipe. Al principio era todo manos, mi blusa abierta, los senos atrapados in fraganti, el bálsamo de la humedad recién estrenada. De pronto mi vientre confuso, la respiración ahogada y, nuestros dedos versados lo convirtieron en una dimensión que extrajo el centro de mi avidez clandestina y la expulsó fuera de mi cuerpo, detrás de mis amparos, intoxicándome ante la idea de transgredir la muerte, donde lo único que podía alcanzarme era tragado por una eternidad inconfesable.

Ese día Felipe y yo jugábamos en el patio de las guayabas de su abuela, corríamos bajo el sol de Marzo en un intento por ahuyentar falsamente nuestra impaciencia mutua, nos rociamos las manos y la piel con frutos desparramados y una manguera de agua abierta. En un momento inadvertido, entramos a toda fuerza en la casita oscura de bahareque y carrizo de la abuelita, en medio del jardín nuestra respiración entrecortada nos advirtió que el sitio se hallaba vacío. El juego continuó cuando empezamos a tirar alegremente de nuestras ropas, seguimos lanzándonos las frutas ahora envueltas entre los zapatos y las franelas mojadas. El juego se detuvo cuando nos miramos a los ojos. En los ojos melados de Felipe descubrí lo inexplicable. Él se acercó a mí y terminó de quitarme lo que quedaba de mis prendas, traté de protegerme visiblemente, él se detuvo. Sonreí al mirar sus ojos suplicantes. La sonrisa rompió sus barreras y descubrí que había cedido mi terreno, nos batimos en un duelo diáfano, no quedaba ni un sólo centímetro de nuestras pieles fuera del alcance de la imaginación, de las manos, no se desperdició ni uno sólo de mis quejidos, no hubo un único lugar donde la curiosidad de Felipe no encontrara su consuelo. El vértigo se apoderó de mí con un sentimiento de abandono por lo que estaba haciendo posible, pero no hubo vuelta atrás, el vértigo cómplice me llevó más lejos de mis deseos infantiles y me mostró de frente el tiempo que me quedaba de vida. Fui sorprendida por la zozobra inexorable de revelar el secreto más oculto en el corazón de Felipe.

Por unos instantes finales me transformé en la dueña absoluta del poder de detener el tiempo y dejar intactos el silencio que nos envolvía, la quietud de todo lo que nos rodeaba, el sol diminuto entrando por la ventana, los muebles insinuados y el aire oscuro del cuarto cerrado.

Cuando conocí al padrino se dedicaba a vivir a plenitud cada instante en el que podía reconocer un vocablo, un sentimiento o un pensamiento, y para lograr su cometido había transformado su casa en el sacro recinto de la sabiduría y el jardín amplio de su vivienda en un santuario donde estallaba la vida.

Cuando salía al edén, jardín de sus terrenos, el padrino se transformaba en una especie de San Francisco de Asís moderno, no hablaba con sus pájaros, ovejas, peces, ni perros delante de mí, pero yo sospechaba que se entendían muy bien, ya que todos acudían a verlo cuando él se les acercaba, incluso Felipe y yo solíamos agitarnos, envueltos en sendos uniformes azules con camisas beige, cuando nos hallábamos próximos a su presencia.

Tanto como a los seres animados, mi padrino amaba a los árboles. Sus mejores ideas (según él) le venían a la mente como frutos caídos de sus árboles, como la especulativa manzana que golpeó en la cabeza a Newton, dando origen a su teoría de la gravedad. Así flotaban en el jardín las ideas naturales de mi padrino, se colgaban de los árboles, se diluían en la mirada de sus amados perros, se escurrían por entre el estanque de los nenúfares y poblaban los espejismos de su alma. Y así las encontré yo, claras y expresivas, mostrándose al alcance de mi mano entre las hojas, en el sonido de la lluvia, burlándose de los peces en el agua, haciéndome guiños desde los ojos de Felipe. Era imposible escapar a las ideas gritonas que me llamaban desde los lugares más recónditos, y que mi padrino comenzó a enseñarme sin que siquiera yo pareciera darme cuenta exacta de lo que hacia, o él pareciera sentirse afectado por ello.

Al principio sus enseñanzas se confundían con los diáfanos colores de los días soleados, o los tristes grises de los días lluviosos, pero de pronto, derramándose como el agua al caer del vaso, las tonalidades comenzaron a aparecer vestidas de símiles donde yo identificaba a los recuerdos como hermanos que caminan a nuestro lado con las cabezas gachas, a los árboles como los amigos que siempre escuchan, jamás interrumpen y nunca abandonan, al cansancio de las viejas colinas bajo el sol, a la luz como la extensión blanca que rompe el azul enamorado del cielo, al tiempo que llora la muerte del paisaje entrañable, al amor como el casi imperceptible estremecimiento que llevan las ramas empapadas de sabia encendida, a la paz como el único aire universal que respiramos todos.

Felipe se reía de mis elucubraciones diarias posteriores a las reuniones con el padrino. Se reía y su risa era como la música que coloreaba mis sentidos, y me hacia reaccionar con palabras y juegos que solían sorprenderme, y sorprendernos juntos en apretados abrazos cargados de sol y grama verde que terminaban zurcidos a nuestra piel, y se asomaban luego en la penumbra de las noches. No era posible saber cómo tanta luz no despertaba a quienes compartían nuestras casas.

Cuando finalmente me despedí de él, mi padrino profesaba la humana necesidad de ser tocado, no sabía entonces si su mundo era real o acaso habría ya dejado la vida a un lado. Aún destilaba sencillez y sabiduría en sus pasos cortos, en sus pensamientos congestionados. Aún se deslizaba entre sus pasillos rebosantes de libros, entre sus muebles tumefactos de tantas ideas. Dejó su espíritu entre los papeles que plasmaron pensamientos en otros corazones humanos, incluido el mío, que nació latiendo, pero aprendió a palpitar entre los jardines y los sueños de la casa protectora de mi padrino.