Nació en Mérida, estado Mérida, Venezuela, 1956. Abogado, egresado de la Universidad de los Andes, donde cursó seminarios de literatura y dramaturgia. Realizó estudios de cine en Santiago de Chile, donde vivió entre 1989 y 1995. Desde 1998 hasta el 2002, fue abogado corporativo petrolero en el oriente de Venezuela. Actualmente vive en Mérida donde se dedica a la escritura, el ejercicio libre del derecho, y es investigador en proyectos literarios. Animó proyectos culturales como las revistas Solar y Azul, y coordinó varios Talleres Literarios. Ha colaborado en las revistas: Actual, Criticarte, La Gaveta Ilustrada, Imagen, Babel, Letra Continua, Revista 21, Ángulos, Plátano Verde; y digitales como: Ficción Breve, Solo Literatura, Punto de Fuga y otras; así como en los diarios El Nacional, El Universal, La Época, y muchos otros. Fue acreedor del Primer Premio del Concurso de Narrativa “Antonio Márquez Salas”, de la Asociación de escritores de Mérida, 2005, Ha sido incluido en distintas antologías como: la Muestra Antológica del Nuevo Relato Venezolano, Imagen, 1986.

CONTACTO: rangelpa@hotmail.com

   
     

OBRA LITERARIA:

Coro de Gansos (Caracas, Contextos, Pen Club 1984), El Orden de los Factores (Mérida, Consejo de Publicaciones ULA, 1993). La Yegua de la Noche (Mérida, Solar, 1995). Autobiografías (Caracas, Monte Ávila, 2000), El Enemigo (Mérida, El otro, el mismo, 2004). Jazz relatos (Mérida, Asociación de Escritores de Mérida/ CONAC, 2006). Equis ensayo ficticio (Mérida, Vicerrectorado Académico, ULA, 2006). Ha sido incluido en distintas antologías: Nuevos Narradores de Mérida (Libros Azul No. 1, APULA, Mérida, 1981); El Cuento en Mérida, (ULA /El Universitario, Mérida, 1985); Muestra Antológica del Nuevo Relato Venezolano, (Revista Imagen, 1986); Entre Cuento y Cuento (Selección de narradores de la Región del Maule, Chile, 1994). I Antología de Narrativa de la Asociación de Escritores de Mérida (AEM, CONAC, 2004) y II Antología de Narrativa “Relatos de humor sin extrema-unción”, de la Asociación de Escritores de Mérida (AEM, CONAC, 2005). Ha sido difundido en las Revistas: Imagen, Actual, Criticarte, Solar, La Gaveta Ilustrada, Babel y Letra Continua. En las secciones literarias de los diarios: El Nacional, El Universal, La Época, El Impulso, El Tiempo, Frontera y muchos otros.  

 

 

 

EL TEMPLO-LOS TEMPLOS
I
EL CUERPO

El cuerpo, siempre el cuerpo, tu cuerpo, uno y muchos, ninguno todos, tendido a lo largo de tu mirada perdida, lejana, tus pies que penden, suaves, breves, blancos, y yo que no resisto más tu desnudez y gateo desde mi aparente y obligada indiferencia, gateo tras tus dedos chicos, arrastrando mis labios, dedo a dedo, suavemente, volviendo siempre atrás, y continúo una nueva ruta humedeciendo el arco, mordiendo la acartonada dureza del talón, para luego subir a pasos de labio y mandíbula hacia el empeine, dejando rastros de saliva fría mezclada con alguna imagen, con algún recuerdo culpable de distraerme por un instante, de alejarme dolorosamente de ti, pero que echo a un lado con violencia para proseguir escalando por la frialdad de tus tobillos, y alzar la mirada hasta la redondez de las rutas de los músculos, desear morderlos, morderlos lentamente con las manos, sentir como mis dedos se llenan de tus formas, de tu piel, tu carne, tus silencios, sonrisas tímidas, miradas gachas, incredulidad, vida, vidas, temores guardados bajo la almohada, gestos, sentir la firmeza de tu tibia, consistencia tan ajena a ti, a tus labios, futuro obvio de mi cuerpo, sentir tu incipiente olor a Chanel N. 5, los pensamientos cambiantes, la piel canela de tanto sol, los escasos recuerdos, la mirada escrutadora de tu madre, el colorido de los payasos del viejo circo, la indiferencia de tu padre, las susurradas conversaciones sobre sexo con las compañeras de clase, sobre el inmenso y oscuro miembro de tu hermano, y yo que te obligo a regresar a mí, habitando con mi lengua las cuevas tibias que se forman bajo tus rodillas, primer refugio de mi lengua viajera que juguetea nerviosa entre el sabor picante del sudor, restos de la clase de gimnasia, vestigios, huellas ajenas que no logro encontrar al cruzar la horizontalidad de tus piernas, de tu cuerpo inmóvil, y puedo experimentar cómo te erizas, tocar esa deliciosa aspereza de tu piel producida como eco al primer acercamiento de mis manos a tu sexo, a ese templo de fachada aún clara, de puertas entreabiertas que ceden sin voluntad al primer empujón suave de mi dedo índice, el personaje que recorre lentamente la nave principal, ésta, la primera vez, tomado del brazo de mi dedo medio, como novios camino al altar mayor, al compás del avemaría de tus gemidos, la música sacra que ya había empezado a deleitar ángeles, arcángeles y serafines, justo en el momento en que mi lengua, sacristán infatigable, preciso, tocará la campana que adorna la parte superior de tu templo, mi templo, pues tú eres mi parroquia, tus muslos tus caderas, tu vientre, edificaciones que rodean el templo, cuya campana hago una y otra vez sonar, cristalina, una y otra vez con los dedos de tus manos enredados en mí cabellera, con tus uñas arando en mi cuello, en mis hombros, y yo continúo en ti, en el centro de tu existencia, de la mía ahora, siempre, hasta que me detengo a respirar y recuesto mi cabeza, mi oído sobre los pequeños arbustos nacientes de tu sexo, y veo, sin comprender, creyendo alucinar por el agua sagrada, la droga de tu pubis, los ojos rojos, grandes, del pequeño conejo blanco que habita asustado un rincón de la recámara, e inmediatamente descubro su origen en tu aún manifiesta infancia, la que hoy inicia su viaje irreversible, definitivo, pausado, y olvido los ojos redondos, regreso a ti, a tu centro, y un yo desconocido decide ir tras mis manos, las que ahora están prendidas de las pequeñas frutas de tus senos, pero el camino se hace largo, y pido posada en la estrella oculta de tu ombligo, luego escalo por los suelos áridos y frágiles de tus costillas, uso como picos seguros, mis incisivos, hasta llegar al fin al pie de las verdaderas montañas, al pie de tus pequeños pechos erguidos, y siento el colchón suave y firme de tu carne al subir en busca del trofeo, esa flor naciente que me alimenta con su polen divino, que no está, que estará algún día lejano a mi succionar continuo, interrumpido solamente para alimentarme de la otra flor, y tu música varía, está compuesta ahora por melodías más largas, por tonos más agudos, y el templo sigue habitado, en lo profundo, bajo la cúpula principal, frente al altar, mi dedo medio se pierde en reverencias, sube y baja, orando como buen fiel que es, fiel a ti mi única religión, a ti mi templo, mi Dios y señor, Dios que me provees siempre de templos vírgenes, mi Dios que me provee de dioses, dioses que me proveen de ti, y yo, este cuerpo frágil, este todo, esta nada, este ser y no ser, comienzo a sentir tu temperatura ascender, y puedo ver ese fuego candente de tus mejillas con el mercurio de mis ojos, ese fuego viajero de tu cuerpo que pretende escapar por tu boca, esos pequeños labios pálidos, dulces, cuyas carnes no puedo evitar besar con furia, y tú que te estremeces, los novios, índice y medio, intranquilos esperando impacientemente el momento de la bendición, cercano, el órgano que comienza a dar notas disonantes, y yo que también siento ascender el fuego en mí, y hago danzar los novios, efusivos, firmes, y tú aras otra vez en mi espalda, sin atender la estación del año, sin esperar cosecha, arañas, aras mi tierra en medio de un LA sostenido del organista, involuntario, y yo que grito queriendo hacer el coro en esta bendición, persigo un tiempo atrás, en fuga, tu recital de satisfacción desconocida, inexplicable, inesperada..., y, viene la nada, el abandono del templo, el vacío, la normalización del pulso, las miradas extraviadas, los yoes que se alejan de sus amos, aquel pozo sin nada en el fondo que despacio se va llenando nuevamente de agua, y yo comienzo a soñar, imagino las escenas sucesivas, cuando lentamente te hago dar vueltas, exculpo con mis manos y mi boca un cuello sobre tu cuello, persigo tus brazos, tu espalda, a besos, uno a uno, poro a poro, piel a piel, bajando en ti hasta llegar al cauce del río que divide tus colinas, frontera inminente, ineludible, y yo no puedo evitar probar sus aguas termales, placer absoluto de mi lengua, mientras mis manos recorren toda la geografía de tus glúteos, las flores de su piel, sus cimas, sus olores, aromas profundos, sus acantilados, sus poros erizados, todos sus senderos...

 

 

 

II
LA VIDA

El porqué de mis continuos rompimientos, de mis fugaces amoríos, sólo ahora comienza a preocuparme. Desde hace muchos años, tal vez desde la mudanza a esta vieja casona, se me ha hecho imposible mantener una relación estable, duradera. Cuando recién comienzo a acostumbrarme a sus olores, a reconocer el sabor de su saliva, y he precisado sus sectores más sensibles a las caricias, se marchan, dejando tras de sí un rastro de pocas palabras y una sensación de vacío perdurable por varios días. Pero no me desanimo, la fuente que me provee es inagotable; tras cada rompimiento hay un nuevo comienzo, y el atractivo de mi cuerpo esbelto, mi impecable elegancia, y esa especie de leyenda que pasa de boca en boca entre las muchachas del colegio, son un seguro innegable contra mi soledad.

Desde aquella primera visita, es necesario reconocerlo, han pasado varias generaciones de estudiantes por el colegio; mientras yo sigo siendo la misma persona que espera sentada tras el gran ventanal de cristal, bajo sus colores, con equis libro entre las manos, anhelando el sonido insistente y lejano del timbre, indispensable anunciante de la pronta salida de clases de ella, de cualquier ella; la misma persona que observa la llegada temprana del autobús, las maniobras cuidadosas para bajarse y escapar de las miradas vigilantes de las monjas, y atravesar las vías contrarias de la avenida, y el parque, que separan el colegio de mi casa, para luego escucharla -o escucharlas-, como tantas veces lo hice, burlarse desde la siempre blancura de mi sábana, de las demás compañeras de clase condenadas irremediablemente a oír el sermón destemplado y cursi de la misa de siete.

Las razones originarias de estas preocupaciones, nunca antes sentidas, deben ser muchas. El acercamiento –repentino para mí aunque parezca inverosímil– a los cuarenta años, me hace ver que se abre un margen, insostenible para una relación, entre mi edad y la de las muchachas; además el alejamiento paulatino entre las ideas y vivencias comunes entre mi época y la actual, es evidente. Aunque pensándolo bien, nunca he lamentado en demasía las rupturas, pues se que estas me abren la oportunidad al juego de un nueva relación, a la emoción siempre extraña de lo desconocido, al descubrir cauteloso de los velos de sus pensamientos, de sus sonrisas, de sus cuerpos necesitados de caricias. También es verdad, lo sé, pocas veces me prendí de la belleza de un rostro, del candor o la dulzura de un sonrisa, o de la suavidad y blandura de cierto -aquel- cuerpo, ahora lejano, pero no olvidado.

Mi vida sola y silenciosa, ha sido poblada todos estos años por el constante llegar de sus cuerpecitos, vestidos invariablemente de azul e insignia en el corazón; los mismos cuerpos que tantas veces ocuparon la vieja mecedora de mi habitación, los mismos que tanto he amado... Presiento un final no tan lejano, y me atormenta pensar que las caritas de asombro y temor de las primeras veces, van a ser sólo recuerdos; que las preguntas insistentes y el nerviosismo, al comienzo de mí ascender a besos desde sus manos hasta su sexo o sus labios, no volverá a repetirse. No escucharé los alegatos de sus arrepentimientos; no veré otra vez sus lágrimas usadas como argumento válido para combatir mis irrefutables razones para hacerlo; no podré ver subir -sentir- sus cuerpos desnudos, peldaño a peldaño, nalga a nalga, las empinadas escaleras de mi casa; ya no las sabré atravesando el portón y luego el parque, con la satisfacción en el rostro del bienvenido pero no siempre presente antiguo orgasmo.

Ayer, mientras leía, pensé repentinamente que en todo este tiempo sólo he amado sus cuerpos jóvenes, su edad, y me di cuenta también, recordando tantos regalos que les hice, de que estos eran siempre -aunque sin proponérmelo- para adornar, para embellecer sus cuerpos. De alguna manera ellas sienten, o descubren inconscientemente, que parte de sí mismas está excluida del juego, la parte de sí que las individualiza, que las hace algo más que un simple cuerpo o materia inanimada. De seguro se sentirán como maniquíes, como marionetas de un espectáculo barato, y se alejan para no volver, vuelan.

Hoy, como nunca, considero el mañana -me miro en el espejo y no puedo evitar observar cómo mis senos van perdiendo su firmeza, cómo se inclinan irreversiblemente por el peso de esa maldición llamada tiempo. Recuerdo mi lejano pasado como estudiante de medicina, mi viaje de la nada -como única posesión valiosa- a heredera de esta casona y una pequeña renta que cambiaron mi vida, heredera de un mundo de misóginos, heredera de tanta confusión, de tantas preguntas... Tal vez no hay nada que comprender. La solución a mi problema puede ser un cambio, probablemente deba mudarme, comprar una casa frente a cualquier facultad de la universidad, como recomendó mi hermana Glenda, la única que siempre comprendió, y de esta manera no sentir, no ver, cómo se acaban las naranjas de mi cosecha. Pero no lo puedo hacer, pues me es inevitable pensar, no sin dolor, que mi siguiente paso sería mudarme frente a un ancianato. Hoy, por primera vez, pienso seriamente en el suicidio, pero lo pospondré. Por el momento continuaré saboreando el néctar sagrado y puro del pubis de las iniciadas –su ofrenda a mí, su Dios transitorio– recorriendo palmo a palmo sus pieles, desdibujando crinejas, confundiendo mi vida entre la brillantez de sus cabellos.

A veces se me ocurre que no ha habido muchas, ni pocas, que siempre ha sido una sola, de muchos rostros, de infinitos muslos y vientres. Una sola, quién me ha querido siempre y no ha deseado alejarse de mí. Un solo cuerpo, tu cuerpo, uno y muchos, ninguno y todos, tendido a lo largo de tu mirada perdida…